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viernes, 5 de febrero de 2021

ECCE HOMO

 ECCE HOMO

Antonio Ciseri 
―1871―


Dr. Francisco Vázquez Gómez Bisogno*

 “El proceso de Jesús será siempre el proceso más grande de la Historia.”

C. Laplatte

 La pintura de Antonio Ciseri

 Ecce Homo es una pintura al óleo sobre lienzo elaborada en 1871 por el artista de origen suizo Antonio Ciseri. Nacido el 25 de octubre de 1821en Ronco sopra Ascona, una comuna suiza del cantón del Tesino, se formó en Florencia dónde ejerció una labor docente. Sus pinturas religiosas son «rafaelescas» en su esencia, pero su acabado es más cercano al realismo o naturalismo propios del siglo XIX. En esta obra se puede destacar la gran habilidad del pintor en el uso de la luminosidad y el efecto sobresaliente de los blancos transparentes, por lo que se puede especular la influencia en Ciseri de la fotografía, invento de la época (1824) cada vez más perfeccionado.

En medio de la composición, en un pronunciado escorzo y vistiendo una túnica de color claro, Poncio Pilato se dirige a la multitud que se congrega bajo el balcón de su palacio. Con su mano izquierda señala a Cristo que había sido acusado de conspiración contra el Imperio Romano. Cristo viste un manto de púrpura para hacerlo objeto de burla ya que el color rojo lo vestían los emperadores. También porta sobre su cabeza una corona de espinas (Mc 15, 17-19). Cada una de las figuras que se encuentran en el balcón, permanecen ajenas al espectador. Sólo es posible ver su perfil. La mujer de Poncio Pilato que es la única que deja ver su rostro, después de haberle dicho a su marido: «No te mezcles en el asunto de ese justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo sufrir mucho» (Mt 27, 19). La mujer posa su mano sobre una sirviente para no desmayarse.

 

El relato neotestamentario

 

Se afirma que es la pintura religiosa más sorprendente de Antonio Ciseri, ya que describe una escena de fuertes connotaciones políticas. Poncio Pilato, quinto prefecto de la provincia romana de Judea, salió nuevamente a donde estaban los judíos y les dijo: «Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo. Y ya que ustedes tienen la costumbre de que ponga en libertad a alguien, en ocasión de la Pascua, ¿quieren que suelte al rey de los judíos?». Ellos comenzaron a gritar, diciendo: «¡A él no, a Barrabás!». Barrabás era un bandido. (Jn 18, 38-40)

Pilato mandó entonces azotar a Jesús. Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, y acercándose, le decían: «¡Salud, rey de los judíos!», y lo abofeteaban. Pilato volvió a salir y les dijo: «Miren, lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en él ningún motivo de condena». Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: «¡Aquí tienen al hombre! (“Ecce Homo”)». (Jn 19, 1-5)

Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!». Pilato les dijo: «Tómenlo ustedes y crucifíquenlo. Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo». Los judíos respondieron: «Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir porque él pretende ser Hijo de Dios». Al oír estas palabras, Pilato se alarmó más todavía. Desde ese momento, Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos gritaban: «Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César». (Jn 19, 6-12)

Al oír esto, Pilato sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un estrado y les dijo: «¿Voy a crucificar a su rey?». Los sumos sacerdotes respondieron: «No tenemos otro rey que el César» (Jn 19, 13-16). Al ver que no se llegaba a nada, sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: «Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes» (Mt 27, 24)

 Su relevancia en la historia y la violación al debido proceso de la época

 Mucho se ha escrito de esta escena neotestamentaria. No hay duda de que el «proceso de Cristo» se sitúa en el centro de la Historia del procedimiento criminal mosaico y romano, no sólo por la entidad humana y divina del acusado, sino también por la aportación histórica, artística, arqueológica, cultural y religiosa que dicho procedimiento ha suscitado a través de la historia y la civilización judeocristiana (Martos Núñez, 1994, p. 596).

El proceso de Jesús será siempre el proceso más grande de la Historia, porque para muchos es el proceso de Dios. Pero, dentro del procedimiento, aparece como una miserable improvisación en la cual ―afirma Laplatte― la incoherencia de la forma solo puede ser igualada por la iniquidad del fondo. Resulta interesante contrastarlo, por ejemplo, con el proceso de Juana de Arco, el cual, con sus abundantes actas, con sus numerosos peritajes, con su lentitud, al menos llega a tener cierta apariencia de legalidad ¡Pero el juicio de Cristo! Tan inciertas son las formas y los fondos del procedimiento, que todavía se duda en afirmar quien ha condenado a muerte a Jesús. ¿Son las autoridades judías de Jerusalén, con ratificación de su fallo por Pilato? ¿Es solo Pilato? El Fiscal General francés, Dupin, publicó en 1840 una pequeña obra titulada “Jesús ante Caifás y Pilato” en la cual llega a la conclusión de que es Pilato quien condenó a Jesús. (Laplatte, 1954, p. 66).

Conforme al derecho romano la pena de muerte procedía por el “crimen laesae maiestatis populi Romani”, que es el que se comete contra el pueblo o contra su seguridad y también procedía la pena de muerte contra los que provoquen sedición o tumulto incitando al pueblo o el ataque grave al Imperio, pero estos delitos no fueron debidamente probados. Los dos juicios contra Jesús fueron ilegales y en consecuencia injustos, los judíos acusaron y presionaron, los romanos sentenciaron y crucificaron (León Hernández, 2018).

No hay duda en torno a que la literatura existente aduce que el proceso penal en contra de Jesús fue a todas luces ilegal. Basta examinar las leyes penales y procedimentales entonces vigentes, y los hechos, tal como son conocidos por el testimonio de los evangelistas, para llegar a la conclusión de que «no hubo norma procesal sin violar, ley penal con oportunidad aducida, hecho probado con suficiencia» (Martos Núñez, 1994, p. 597). Con la ayuda de Martos Núñez y de León Hernández, se podría resumir un breviario de las violaciones al debido proceso de la época de la siguiente manera:

 

a)     Respecto de la jurisdicción, la misma le correspondía al Sanedrín, ya que además de la jurisdicción criminal del gobernador o «praefectus» romano, existía una jurisdicción criminal de un Tribunal nacional que aplicaba sus propias leyes, gracias a la concesión romana. Esta situación jurídica, caracterizada por el «ius suis legibus uti» o facultad de usar las propias leyes, se da en Judea, siendo el Sanedrín un Tribunal presidido por el Sumo Sacerdote, depositario de este derecho.[1]

b)     Respecto del procedimiento ante al Sanedrín, según el Talmud, se establecía un sistema de garantías, conforme a las cuales (i) el proceso criminal no se podía iniciar de noche; (ii) el juicio debía comenzar siempre con las declaraciones de los testigos de descargo y por los argumentos favorables al acusado; (iii) los testigos tenían que ser advertidos de la gravedad y responsabilidad que implicaba el falso testimonio y se les interrogaba separadamente, a fin de evitar que pudieran ponerse de acuerdo entre ellos; (iv) la prueba testifical sólo se admitía cuando existían al menos dos testigos total-mente concordes con sus declaraciones; y (v) la sentencia, si era absolutoria, se pronunciaba en el mismo día, pero si era condenatoria se formulaba al día siguiente, con el objeto de que los jueces reflexionaran y pudieran obtener nuevas pruebas. Por tanto, el derecho penal judío prohibía celebrar o incoar un proceso en vísperas de sábado o de cualquier fiesta, si el fallo consistía en la imposición de la pena de muerte. Como se sabe, tal sistema de garantías fue claramente ignorado.

c)     Respecto de la competencia para dictar la sentencia, atendiendo a la «naturaleza del delito», ya en tiempos de Julio César, mediante edictos imperiales, se aplicaron a todos los súbditos del Imperio las leyes penales y procedimentales relacionadas con delitos que fuesen sancionados con la pena capital, quedando, de esta forma, las leyes nacionales modificadas. Por consiguiente, todos los delitos castigados con la pena de muerte por las leyes romanas eran de la competencia del Magistrado romano y no de los Tribunales nacionales. Una prueba de dicha competencia la suministra la declaración rotunda de los Doctores de la Ley en el proceso a Jesucristo: «A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie» (Jn 18, 31), ya que Roma se había reservado, en el Estatuto de Autonomía concedido a los judíos, el derecho de la espada. Lo anterior se confirma, además, por el dato neotestamentario de que Poncio Pilato juzgó y condenó a Barrabás por los delitos de sedición y homicidio (Mc 15, 7, y Lc 23, 19).

En razón de ello, constituyó una violación manifiesta de las reglas procesales vigentes en materia de competencia el envío del reo a Herodes realizado por Pilato, puesto que la competencia de éste para procesar a Jesucristo era indiscutible; incluso, el comportamiento de Herodes, reenviando Jesús a Pilato, permite afirmar su falta de competencia para sustanciar el proceso.

d)     Como ya se ha dejado entrever, Jesucristo fue juzgado por dos tribunales diversos que aplicaron normas igualmente diferentes. Las violaciones al debido proceso por parte del Sanedrín (Tribunal nacional) han quedado al descubierto. Ahora bien, respecto del proceso penal romano, atendiendo al delito imputado a Jesús ―sedición―, solía incoarse el procedimiento basado en la discrecionalidad del juez denominado «crimina extraordinaria». Teniendo en cuenta ello, se produjeron en el proceso de Cristo, las ilegalidades procesales siguientes: (i) ausencia de acusación fundada formulada por el Magistrado; (ii)  falta de citación; (iii) arresto ilegal; y (iv) ausencia de prueba.

Ya en 1954, Laplatte, vocal de la Corte de Apelaciones de Colmar, Francia, afirmó que la violenta presión que se ejerce sobre Pilato y que va creciendo, no debe producir ilusiones: la actitud pasiva del Procurador, que cede cada vez más a los clamores de los acusadores de Cristo, no debe disimular este hecho que es él quien, finalmente, pronuncia la condena a muerte como es él quien, antes, condenó a Jesús al suplicio de la flagelación. Es Pilato quien redactó el «titulus», leyenda indicando los motivos de la condena y que será colocada en la cruz sobre la cabeza de Jesús. Para subrayar el carácter romano de la condena, Jesús padecerá el suplicio de la crucifixión, que es un suplicio romano. En adición a ello, son soldados romanos, a las órdenes de un centurión, y no los milicianos de la guardia del templo, los que formarán la escolta (Laplatte, 1954, pp. 69 y 70).

Pero, en todo caso, deseo hacer énfasis en la inequidad que representó el proceder de Poncio Pilato y su impacto en la Filosofía del Derecho. Veamos.

De Pilato a Kelsen: relativismo, «democracia vacía» y justicia mediática

En 1934, Hans Kelsen afirmó que su teoría sólo intentaba “…dar respuesta a la pregunta de qué sea el derecho, y cómo sea; pero no, en cambio, a la pregunta de cómo el derecho deba ser [ya que pretendía] liberar a la ciencia jurídica de todos los elementos que le son extraños…” (Kelsen, 1982, p. 15). En pocas palabras, Kelsen se propuso “purgar” a la ciencia del Derecho de cualquier contenido valorativo o axiológico. En otra de sus célebres obras, Kelsen afirmaría que “…liberar el concepto del derecho y la idea de la justicia es difícil, porque ambos se confunden en el pensamiento político no científico (…) Una teoría pura del derecho (…) se declara a sí misma incompetente para resolver la cuestión de si un determinado derecho es justo o no, o el problema acerca de cuál sea el elemento esencial de la justicia. Una teoría pura del derecho —en cuanto ciencia— no puede contestar esa pregunta, es virtud de que es imposible en absoluto responder a ella científicamente.” (Kelsen, 1995, p. 6)

Así, el pensamiento moderno se opuso frontalmente a la tradición jurídica clásica consistente en afirmar que “…la ley que no es justa no parece que sea ley…” (Ia. IIae, q. 95, a. 2, c.), y debido a ello, se opuso a la necesidad misma de hacer Filosofía del Derecho. No obstante, si de acuerdo con Kelsen la ciencia jurídica no debía preguntarse por el derecho que debe ser, no cabe la menor duda de que tal solución resultaba aún más peligrosa que la supuesta “contaminación ideológica” de la que quiso purgar al Derecho, toda vez que al anular cualquier análisis axiológico de las leyes, y al afirmar paralelamente que sólo la ley es Derecho, Kelsen ―como Pilato― terminará por someter la decisión de los contenidos jurídicos al voto popular. Luego, sería cuestión de tiempo que este paradigma (Khun, 2006) sirviera de catalizador de las sentencias mediáticas que ‘democráticamente’ emitimos como sociedad, cada vez que se nos invita a un linchamiento colectivo en redes sociales.

De esta forma, se hace presente el «relativismo filosófico», según el cual, …la realidad [comenzó a concebirse] como un orden lógico desde el hombre [y] lo existente empieza a ser y sólo es si es colocado por el hombre que representa y elabora. [La] verdad equivale así a la certeza que el sujeto obtiene de haber asegurado metodológicamente la objetividad [por lo que] la atención se desplaza hacia los procedimientos del pensamiento, hacia las reglas y métodos de constitución del saber con indiferencia del dominio particular dentro del cual ellos mismos están llamados a operar” (Innerarity, 1990, p.13). Así, el relativismo terminaría por generar una axiología democrática o de consenso, lo que en palabras de Ratzinger constituirá la denomina «democracia vacía». Tal tipo de “democracia” deja ver sus peores formas —afirmará Ratzinger— cuando Kelsen, al intentar determinar qué es la justicia, hace referencia al diálogo entre Jesús y Pilato, en el cual Jesús afirma: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 33-40), a lo que Pilato responde con otra pregunta: “¿Qué es la verdad?”, dejando después a Jesús en poder del furor de la multitud (Kelsen, 2008, p.124).

El problema surge —señala Ratzinger— cuando “…Kelsen opina que Pilato obra como perfecto demócrata [ya que] como no sabe lo que es justo, confía el problema a la mayoría para que decida con su voto. De este modo se convierte [a Pilato], según la explicación del científico austriaco, en figura emblemática de la democracia relativista y escéptica, la cual no se apoya ni en los valores ni en la verdad —menos en la justicia— sino en los procedimientos.” (Ratzinger, 2005, p.88). Luego, el “…que en el caso de Jesús fuera condenado un hombre justo e inocente no parece inquietar a Kelsen, [ya que para él] no hay más verdad que la de la mayoría.” (Ibidem).

De esta forma, el juicio de Jesús trasciende a su época, ya que la apuesta de Pilato, quizá sin saberlo, fue por la «democracia vacía», la cual se tornará cautivadora debido a que la fuente del derecho se traslada a las convicciones mayoritarias, al punto de que siempre que se imponga obligatoriamente a la mayoría algo no querido ni decidido por ella, parecería ser como si aniquiláramos su libertad y negáramos la esencia de la democracia. Sin embargo, el peligro de un modelo de este tipo consiste en que “…es indiscutible que la mayoría no es infalible y que sus errores no afectan sólo a asuntos periféricos, sino que ponen en cuestión bienes fundamentales que dejan sin garantía la dignidad humana y los derechos del hombre, es decir, se derrumba la finalidad de la libertad, pues ni la esencia de los derechos humanos ni la de la libertad es evidente siempre para la mayoría” (Ibidem), lo cual —concluye Ratzinger— lamentablemente deja verse con claridad en la historia contemporánea en aquellos episodios en los que la libertad de unos es destruida en nombre de la libertad de otros.

Ahora bien, el juicio de Cristo no se trata de un error judicial, puesto que Pilato sabía que Jesús era inocente: «Miren, lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en él ningún motivo de condena» (Jn 19, 4). La condena es, por tanto, esencia de iniquidad (Laplatte, 1954, p, 70). Y este es precisamente el riesgo del relativismo en el derecho penal ―lo cual suele potencializarse a través de la justicia mediática―. Si “…los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia” (Ratzinger, 2005, p.88). Este es el peligro de la «democracia vacía» y de la justicia mediática: que “…las mayorías pueden ser ciegas o injustas [debido a que] la regla de las mayorías tampoco zanja la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho” (Ibidem), por lo que surge la necesidad —afirmará Ratzinger— de cuestionarnos si “…hay algo que nunca puede ser justo (…) o, por el contrario, [si hay] cosas que de acuerdo con su propia naturaleza invariablemente son justas y exigen el respeto de la mayoría por encima de cualquier arbitrariedad suya” (Ibidem).

Por ello quizá sea conveniente rescatar el realismo jurídico clásico. En palabras de Javier Hervada, el “…rasgo típico del realismo jurídico clásico consiste en ser una teoría de la justicia y del derecho construida desde la perspectiva del jurista, entendido éste según se deduce de la clásica definición de justicia que se encuentra en la primera página del Digesto: dar a cada uno su derecho, dar a cada uno lo suyo. La función del jurista se ve en relación con la justicia: determinar el derecho de cada uno, lo suyo de cada uno. Ese derecho; esa cosa suya es el ‘iustum’, lo justo, de donde resulta que el arte del derecho es el arte de lo justo.” (Hervada, 1988, p. 281). En pocas palabras, el realismo jurídico clásico recibe su nombre debido a que ve el derecho en la res iusta o cosa justa, es decir, en el ius o derecho que es la cosa de cada uno; de ahí su realismo, ya que el derecho (ius) no es la ley ni es el derecho subjetivo que de ella emane (Vázquez Gómez, 2018, p. 24). Por tal motivo Hervada será enfático en señalar que la “…justicia no consiste en dar a uno una cosa para que sea suya; no consiste en hacer que una cosa sea suya de alguien. Consiste en dar a cada uno lo suyo. Por lo tanto, el derecho ―el ius― preexiste a la justicia. Sin ius o derecho preexistente, no es posible la acción de la justicia” (1988, p. 289).

No hay duda de que el paradigma ―relativismo o realismo― con el que miremos el derecho y la justicia, resultará determinante de las respuestas que podamos brindar a los casos que se nos presenten. De esta forma, el juicio de Jesús nos permite advertir que, desde Pilato a Kelsen, la democracia vacía gana terreno en la medida de que el relativismo filosófico y jurídico proliferan, lo que nos convierte a todos en ‘perfectos’ demócratas, a pesar de violentar las más básicas garantías que del debido proceso, inundando las redes sociales de sentencias mediáticas de consenso. Creamos o no en Jesucristo, su proceso y juicio, son un claro ejemplo de lo que, a veintiún siglos de distancia, debemos luchar por erradicar.

Por ello, defiendo la necesidad de rescatar el realismo jurídico clásico, tanto en el derecho penal, como en cualquiera de las disciplinas de la ciencia jurídica. Hacerlo puede ser, quizá, rescatar lo que nos queda de iurisprudentes, de ser verdaderos científicos de la justicia, para que se esa forma, así como el prudente sabe discernir lo bueno de lo malo, el iurisprudente pueda discernir lo justo de lo injusto, independientemente del apoyo mayoritario con el que cuente.



* El autor es Doctor en Derecho por la Universidad Panamericana y profesor de Derecho Constitucional en la misma casa de estudios, Investigador Nacional Nivel 1 del Sistema Nacional de Investigadores, CONACYT (fvazquez@up.edu.mx) ORCID: 0000-0002-2054-7199

[1] Aunado a ello, de acuerdo con el Evangelio (Jn 18, 13 y 19-24) se desprende que Anás, quien era suegro de Caifás, pontífice aquel año, era tan importante su influencia que participó en el proceso. Por tanto, el interrogatorio de Anás fue ilegal ab initio porque en el instante en el que ocurrieron los hechos, Anás no tenía jurisdicción criminal sobre Jesucristo.

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