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martes, 13 de marzo de 2012

LA REFORMA AL ARTÍCULO 40 CONSTITUCIONAL... ¿QUÉ ES UN ESTADO LAICO?

Una breve reflexión en torno a la diferencia entre Laicidad y Laicismo.


En los próximos días se plantea discutir en la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara de Senadores, una minuta que fuera aprobada por la Cámara de Diputados desde 2010, que propone una reforma constitucional en el sentido siguiente:
Artículo 40. Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica, federal, compuesta de Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior; pero unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental.
Estrictamente por lo que hace a la propuesta de adicionar el adjetivo de “laica” para calificar a la República mexicana, se considera que posee pocas aristas jurídicas, debido a que nadie podría hoy señalar que por la falta de tal adjetivo el Estado mexicano sea un Estado confesional.

Sin embargo, tal reforma debe ser analizada en relación con uno de los derechos humanos en los que debe estar sustentado todo Estado laico: el derecho de libertad religiosa y de culto. La Corte Interamericana lo ha expresado así:
“Según el artículo 12 de la Convención, el derecho a la libertad de conciencia y de religión permite que las personas conserven, cambien, profesen y divulguen su religión o sus creencias.  Este derecho es uno de los cimientos de la sociedad democrática. En su dimensión religiosa, constituye un elemento trascendental en la protección de las convicciones de los creyentes y en su forma de vida.”[1]
Aunado a ello, no debe olvidarse que por la reforma constitucional publicada el pasado 10 de junio de 2011, el artículo 12 de la Convención Americana sobre los Derechos Humanos es ahora una norma de jerarquía constitucional, al señalar que:
Artículo 12. Libertad de Conciencia y de Religión
Toda persona tiene derecho a la libertad de conciencia y de religión. Este derecho implica la libertad de conservar su religión o sus creencias, o de cambiar de religión o de creencias, así como la libertad de profesar y divulgar su religión o sus creencias, individual o colectivamente, tanto en público como en privado.
Nadie puede ser objeto de medidas restrictivas que puedan menoscabar la libertad de conservar su religión o sus creencias o de cambiar de religión o de creencias.
La libertad de manifestar la propia religión y las propias creencias está sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley y que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos o los derechos o libertades de los demás.
Los padres, y en su caso los tutores, tienen derecho a que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa y moral que este de acuerdo con sus propias convicciones.
En esta lógica, si la libertad de conciencia, de religión y de culto son pilares del Estado laico y democrático, cualquier reforma constitucional que tenga como finalidad el establecer expresamente el hecho de que el Estado es laico, debe indefectiblemente acompañarse de los ajustes correspondientes al artículo 24 constitucional, a efecto de armonizar su contenido con los tratados internacionales, toda vez que frente al artículo 24 constitucional vigente, aquellos que profesan una religión continúan siendo considerados una categoría sospechosa, al punto de que, por ejemplo, los actos de culto que se celebren fuera de los templos requieren “autorización” de las autoridades competentes.[2]

Es por ello que desde una valoración estrictamente jurídica, la reforma al artículo 40 constitucional debería condicionarse a la correspondiente adecuación del artículo 24 constitucional, en términos similares a los contenidos en la Minuta que fuera aprobada por la Cámara de Diputados el pasado 15 de diciembre de 2011, y la cual propone las siguientes modificaciones:
Artículo 24.- Toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado. Esta libertad incluye al derecho de participar individual o colectivamente, tanto en público como en privado, en las ceremonias, devociones o actos de culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley. Nadie podrá utilizar los actos públicos de expresión de esta libertad con fines políticos, de proselitismo o de propaganda política.
No hacerlo así generaría el riego de retroceder en la progresividad mandatada por el artículo 1° constitucional en materia de derechos humanos, mandato según el cual, el Estado debe procurar todos los medios posibles para su satisfacción en cada momento histórico, estándole prohibido cualquier retroceso o involución en esta tarea. Lo anterior debido a que la sola inclusión del adjetivo “laico” podría generar la idea, contraria al derecho internacional de los derechos humanos, de que el Estado mexicano defiende un laicismo de corte totalitario, y no una laicidad de corte democrático.

La diferencia resulta fundamental debido a que laicidad consiste en que el Estado tenga en cuenta las creencias religiosas de sus ciudadanos a efecto de que éstos puedan vivir privada y públicamente con arreglo a sus convicciones, es decir, el Estado laico es aquél que posee una neutralidad hacia las creencias religiosas debiendo generar las condiciones necesarias para que puedan ejercerse los derechos a las libertades de conciencia, religión y culto. Esta es la posición equilibrada que en términos de lo afirmado por la Corte Interamericana, constituye uno de los pilares de toda sociedad democrática.

Por el contrario, el laicismo, lejos de suscribir esta laicidad positiva, aparece a la luz paradójicamente como un fenómeno típicamente clerical, ya que propone una drástica separación entre los poderes públicos y cualquier elemento de orden religioso, es decir, concibe el ámbito civil como absolutamente ajeno a la influencia de lo religioso, generándose así un concepto totalitario de sociedad, la cual sólo puede y debe estar sometida al control político, ya que identifica erróneamente a la religión con las jerarquías eclesiásticas, las cuales siempre serán sospechosas de pretender recuperar poderes perdidos en el ámbito público.

Así, el peligro de esta posición no equilibrada (el laicismo), al nulificar el papel de lo religioso en la sociedad, acaba convirtiéndose en una doctrina confesional obligatoria para todo ciudadano. El ciudadano, cuando sale a la calle, concebida como templo civil, ha de mostrar inhibición absoluta a todo aquello que suene a religioso, o en el mejor de los casos, su libertad religiosa llega a ser concebida por el Estado como manifestaciones netamente culturales.[3]


Es por lo anterior que se considera conveniente, de cara al sistema constitucional mexicano y al derecho internacional de los derechos humanos, proceder a la adición del artículo 40 constitucional apuntada, siempre y cuando se transite de manera paralela la adición al artículo 24, lo cual, como ya se ha dicho, reafirma la idea de un Estado verdaderamente laico y democrático, en el que, en todo caso, sean los laicos (aquellos que no tienen órdenes clericales) de cualquier iglesia quienes asuman su papel activo acorde a su credo, a fin de que aparezcan menos los clérigos, quienes sí tienen, no sólo por la Constitución (artículo 130) sino por el mismo derecho canónico (en el caso de la Iglesia católica), prohibición de involucrarse en política.[4]



[1] Corte Interamericana de Derechos Humanos, caso Olmedo Bustos y otros vs. Chile, sentencia de 5 de febrero de 2001, párr. 79.
[2] Ley de Asociaciones Religiosas. Artículo 22.- Para realizar actos religiosos de culto público con carácter extraordinario fuera de los templos, los organizadores de los mismos deberán  dar aviso previo a las autoridades federales, del Distrito Federal, estatales o municipales competentes, por lo menos quince días antes de la fecha en que pretendan celebrarlos, el aviso deberá indicar el lugar, fecha, hora del acto, así como el motivo por el que éste se pretende celebrar.
Las autoridades podrán prohibir la celebración del acto mencionado en el aviso, fundando y motivando su decisión, y solamente por razones de seguridad, protección de la salud, de la moral, la tranquilidad y el orden públicos y la protección de derechos de terceros. 
[3] Ollero Tassara, Andrés, Laicidad y Laicismo, México, IIJ-UNAM, 2008, p. 113.
[4]  Canon 285.3. Les está prohibido a los clérigos aceptar aquellos cargos públicos, que llevan consigo una participación en el ejercicio de la potestad civil; Canon 282.2. No han de participar activamente en los partidos políticos ni en la dirección de asociaciones sindicales, a no ser que según el juicio de la autoridad eclesiástica competente, lo exijan la defensa de los derechos de la Iglesia o la promoción del bien común; y Canon 289.2. Los clérigos han de valerse igualmente de las exenciones que, para no ejercer cargos y oficios civiles públicos extraños al estado clerical, les conceden las leyes y convenciones o costumbres, a no ser que el Ordinario propio determine otra cosa en casos particulares.