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viernes, 12 de febrero de 2021

“Los 15 conceptos básicos sobre el derecho humano a la libertad religiosa”

Autores:

Francisco Vázquez Gómez Bisogno

Consejo Interreligioso del Estado de México (CIEMEX)

Todos los derechos humanos encuentran su fundamento en cuatro realidades o principios antropológicos que son considerados axiomas y valores inmutables en cuanto que son apreciables en sí mismos por todas las personas.

De ahí que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, desde 1948, señala que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad», para luego postular que «toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en dicha Declaración».

Así, las realidades y valores que sirven de fundamento a los derechos humanos son: la vida, la dignidad, la libertad y la igualdad, es decir, todos los seres humanos sin excepción tenemos ciertos derechos que se derivan de estas cuatro realidades que son anteriores al Estado, a cualquier autoridad y a cualquier ley:

(1)  Vida: es el hecho de estar vivos y pertenecer a la especie humana. Esta realidad es el presupuesto básico para que podamos acceder a todas las cosas que tienen valor y ejercer nuestros los derechos humanos. Por tanto, es deber de todas las personas e instituciones, incluido el Estado, proteger toda vida humana, incluido el no nacido. Donde existe vida humana, desde el momento de la fertilización o concepción hasta la muerte natural, ahí existe también dignidad humana; no es determinante el hecho de que el portador sea consciente de esta dignidad y que esté en condiciones de hacerla valer por sí mismo.[1]

(2)  Dignidad: es la calidad única y excepcional a todo ser humano por el simple hecho ser persona, cuya plena eficacia debe ser respetada y protegida integralmente sin excepción alguna. Esta realidad implica que todo ser que participe de la naturaleza humana no debe ser humillado, despreciado o ser considerado un objeto. Esta dignidad de la existencia humana –del ser humano– la tiene el no nacido por sí mismo, por el sólo hecho de existir.[2] La persona humana, considerada en su totalidad, no es una cosa que pueda formar parte del mercado, es decir, no se puede comprar, vender, intercambiar, rentar o ser utilizada como instrumento. El ser humano, por la dignidad de la que goza, es merecedor de ser tratado siempre como fin, nunca como medio para la realización de otros fines.

(3)  Libertad: es la facultad natural que tenemos de pensar, de expresar esos pensamientos, de convertirlos en actos, en un sentido u otro o, incluso, de no pensar, no expresar y no actuar. Este gran poder, sustento de derechos y deberes, implica hacernos responsables de la forma en que decidimos utilizarlo. Esta realidad no es ni total ni absoluta. Somos libres sí, pero no somos libres ni para renunciar a nuestra libertad, ni para imponer nuestra voluntad a los demás en detrimento de su libertad.

(4)  Igualdad: es el atributo que tenemos por el hecho de participar de la naturaleza humana y que implica que todas las personas poseemos las mismas capacidades sin distinción. Esta realidad nos lleva a respetar a toda persona humana en cuanto persona, atendiendo a sus circunstancias, lo que significa tratar con justicia a todos, es decir, darle a cada quien lo suyo pero no necesariamente las mismas cosas. Es importante recordar que no toda diferencia en el trato hacia una persona o grupo de personas es discriminatoria, ya que las distinciones configuran una diferencia razonable y objetiva, mientras que la discriminación constituye una diferencia arbitraria que redunda en detrimento de los derechos humanos.[3]

Debido a esta realidad, está prohibida la discriminación, es decir, privar a alguien de lo que es su derecho (lo suyo) de manera irracional, arbitraria o injustificadamente.

Estas realidades, principios antropológicos y valores supremos constituyen el orden de convivencia y son fundamento de todo ordenamiento jurídico debido a que son realidades que se admiten por toda persona como estimables sin necesidad de demostración. Tienen un valor intrínseco independientemente de que sean o no reconocidos por las leyes vigentes, por la opinión dominante o por las mayorías. Es más, son las Constituciones, las leyes y los gobiernos, los que adquieren legitimidad por reconocer estas realidades como valores supremos.

Son, por tanto, valores incondicionados, fundamento, base y condición de los cuales se desprenden todos los derechos humanos, que se convierten por tal en necesarios para que, todas y todos, desarrollemos integralmente nuestra personalidad. Dentro de tales derechos se encuentran, entre otros, el derecho a la integridad física, psíquica y espiritual, a la protección de la salud, a la educación, a la libertad de pensamiento, libertad de expresión, libertad de asociación y, como es evidente, a la libertad religiosa.

Teniendo como fundamento de todos los derechos humanos los valores superiores antes mencionados, es posible ahora identificar «los 15 conceptos básicos sobre el derecho humano a la libertad religiosa».

1)    Sociedad y Estado laico

Los seres humanos somos sociables por naturaleza. Desde que somos concebidos en el seno materno estamos diseñados a vivir en sociedad. El individuo humano se ve compelido a buscar la sociedad de los demás individuos humanos. La primera de esas sociedades necesarias es la familia, luego las diferentes formas de agrupación política: las aldeas y ciudades, primero; después, en la misma prolongación, pero sobre un plano más amplio y posterior, el Estado.”[4]

Vivimos en sociedad y formamos el Estado debido a que nuestra naturaleza nos convoca a vivir no sólo para uno mismo, sino para los demás.

El Estado y sus funciones ejecutiva, legislativa y judicial, como institución política y jurídica, tienen como primera obligación promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos, pero debe hacerlo respetando las convicciones éticas, de conciencia y de religión de sus integrantes.

Un Estado verdaderamente laico implica que las autoridades hagan lo necesario para que todas las personas puedan profesar libremente la creencia religiosa que elijan a partir de un mutuo respeto entre las Iglesias y el Estado fundamentado en la autonomía de cada parte. Por tanto, un Estado que se asume laico a partir de la hostilidad o indiferencia a la religión, no es un Estado laico y pierde legitimidad por desconocer un derecho humano. La religiosidad, si bien parte de una convicción personal, tiene una trascendencia social precisamente porque somos seres sociales por naturaleza.

La religiosidad de todos los seres humanos, por tanto, es un derecho humano que el Estado laico, sus autoridades y leyes deben procurar y proteger.

2)    Derechos humanos

Son los derechos inherentes a la naturaleza humana, sin los cuales no se puede vivir como ser humano.[5] Como se ha dicho, son los derechos que derivan de los valores superiores de la vida, la libertad, la igualdad y la dignidad que, como realidades pre-jurídicas, informan y son los principios antropológicos de la naturaleza humana.

Como derechos naturales son universales debido a que no hablamos de unos derechos que unos tienen y otros no tienen en función del sistema jurídico en que vivan[6], por tanto, los poseemos todos los seres vivos que pertenecemos a la especie humana, independientemente de la etapa de desarrollo en la que nos encontremos y de las particulares características que tengamos como personas.

3)    Tolerancia

El Estado y la sociedad, así como la sociabilidad del ser humano y las libertades de pensamiento y de religión se basan, en gran medida, en el diálogo verdadero: aquel que consiste en un intercambio de ideas que le permite a las diversas posturas de pensamiento, a las diferentes religiones y convicciones éticas y morales entrar en comunicación en la búsqueda de la verdad. La tolerancia se concreta en la empatía y la fraternidad para con la persona que piensa de manera diferente a nosotros, estando siempre abiertos al diálogo como un camino honesto hacia la verdad y el bien.

Resulta fundamental que ese diálogo, por tanto, se funde en la tolerancia, entendida como el respeto a las personas que poseen ideas y creencias diferentes a las propias, lo que no implica dejar de advertir los errores o falsedades que pueda incurrir cada concepción en su formulación. Así, la tolerancia correctamente entendida consiste en respetar y tolerar a la persona que piensa diferente, no en tolerar el error, sea propio o ajeno. Mediante la tolerancia y la libertad religiosa, los diferentes valores practicados por todas las religiones pueden ser protegidos en un ambiente de armonía y paz.

Una errónea concepción de la tolerancia nos lleva a considerar que, como todo es opinable, como se afirma equivocadamente que no existe la verdad objetiva y que no existe una medida universal que permita diferenciar al bien del mal, todas las opiniones tienen el mismo valor.

De esta forma, sin diálogo verdadero (camino honesto hacia la verdad y el bien), la tolerancia termina por vaciarse, termina por no tener sentido, en incluso, por ser contradictoria. Cuando la tolerancia pierde de vista la búsqueda de la verdad, termina por generarse -no un diálogo verdadero- sino un “diálogo de sordos”, es decir, una conversación en la que los interlocutores no se prestan atención, y así, la tolerancia que genuinamente consiste en respetar las ideas de los demás, se transforma en una “tolerancia” hueca y profundamente irrespetuosa y dañina.

Habremos de tener claro que la tolerancia no es de ningún modo, como se dice a veces, una consecuencia evidente del relativismo ético o moral. La tolerancia se funda, más bien, en una determinada convicción moral que pretende tener validez universal: debo tolerar a los que piensen diferente. El problema es que el relativismo ético y moral, por el contrario, permiten afirmar: ¿por qué debo ser yo tolerante? Cada cual debe vivir según su moral y la mía me permite ser violento e intolerante.[7]

El diálogo en la democracia sólo se justifica si se admite que la verdad existe, y que ésta: (i) es UNA; por el principio de no contradicción se da la imposibilidad de la doble verdad; (ii) es INTEGRAL, no existen grados en la verdad, aunque el acceso y la posesión de ella puedan ser graduales y perfectibles; y (iii) es INMUTABLE, no cambia, lo que cambia es su percepción y su ahondamiento.

Si el diálogo es una de las principales herramientas que postula el sistema democrático, visto a éste como el rostro institucional del relativismo, termina por atentar contra sí mismo, ya que si no existe la verdad o si esta es mutable, ¿qué sentido tiene dialogar para buscarla? Implícitamente, una democracia relativista niega la necesidad de diálogo, ya que la verdad es inalcanzable. Cerrado el diálogo, sólo queda la imposición: ahí el peligro de esta concepción.

4)    Libertad religiosa

Es el derecho humano de toda persona para elegir libremente la religión que desee, así como actuar conforme a la doctrina religiosa que elija y la libertad para no profesar religión alguna. La religiosidad de toda persona implica, por tanto, la libertad religiosa como derecho que deriva de la naturaleza humana de creer o no creer en alguien o algo trascendente.

El derecho a la libertad religiosa posee un ámbito interno que consiste en la libertad de cada individuo de seguir su propia conciencia y adoptar o modificar sus creencias en materia religiosa, ética y moral. Es nuestra capacidad para desarrollarnos espiritualmente de conformidad con la visión del mundo con la que definamos nuestra relación con Dios.[8] En este ámbito las personas podemos no expresar con palabras, escritos o conductas nuestras creencias; sin embargo se fundamentan en la libertad de pensamiento, por lo que nunca nadie, por poderoso que sea, podrá decirnos en qué creer y en qué no creer.

También posee un ámbito externo en la libertad de manifestar la adhesión personal a una determinada religión o a ninguna de ellas, teniendo la posibilidad de expresar mediante actos, prácticas o costumbres, aquello en lo que cada persona decide creer. Por ejemplo, llevar la kipá o una medalla de la Virgen en el cuello, es símbolo y expresión de la filiación religiosa judía o católica, respectivamente, de la persona que los lleva, y en esa medida son una manifestación externa de la libertad religiosa.

Ninguna persona puede ser objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa por la manifestación de ideas religiosas.

5)    Libertad de culto

Es un derecho humano que concreta la libertad religiosa, ya que todo hombre es libre para practicar las ceremonias, devociones o actos del culto correspondiente a su creencia, siempre que no constituyan un delito, una violación a los derechos otras personas o falta penados por la ley.

La libertad de culto posee dos ámbitos diversos, pues por actos de culto público hay que entender no sólo los individuales sino también los colectivos o grupales, los cuales, dicho sea de paso, concretan la libertad de reunión, que consiste en que todo individuo pueda congregarse o agruparse con otras personas, en un ámbito privado o público y con la finalidad lícita que se quiera, siempre que el ejercicio de este derecho se lleve a cabo de manera pacífica.

Los actos de culto público son los específicamente orientados a desarrollar de manera individual o colectiva los ritos, ceremonias y prácticas que las diferentes religiones reconocen como manifestaciones institucionalizadas o formalizadas de su fe religiosa, definidas y gobernadas por reglas preestablecidas por ellas.

6)    Libertad de compartir la fe y las creencias.

Todos nosotros tenemos la libertad de escoger, compartir y vivir lo que creemos. Como un derecho específico de la libertad de expresión y la libertad religiosa, tenemos el derecho a compartir con otros las creencias, ideas, pensamientos y opiniones acerca de la visión del mundo con la que definamos nuestra relación con Dios.

El derecho a compartir la fe y las creencias, así como a manifestar pacíficamente las mismas deriva de la natural sociabilidad, según la cual, todo ser humano tiende a comunicar a los demás lo que le resulta provechoso, nocivo o causa de felicidad o infelicidad. La libertad de compartir con libertad la propia fe y creencias no da derecho a imponerlas a los demás.

7)    Libertad de formar parte de organizaciones religiosas.

La libertad de asociación es un derecho que implica entre varias cuestiones la posibilidad de que cualquier individuo pueda establecer, por sí mismo y junto con otras personas, una entidad con personalidad propia, cuyo objeto y finalidad lícita sea de libre elección.[9]

En el ámbito de la libertad religiosa, la libre asociación implica que toda persona tiene el derecho de conformar organizaciones religiosas que le permitan comulgar y compartir con otras personas su fe y creencias colectivamente, a efecto de apoyarse y comprenderse en un ambiente de suma fraternidad.

El Estado auténticamente laico no podrá establecer ningún tipo de preferencia o privilegio en favor de religión alguna. Tampoco a favor o en contra de ninguna iglesia ni agrupación religiosa. Toda persona humana tenemos el derecho de asociarnos o reunirnos pacíficamente con fines religiosos.

8)    Autonomía de organizaciones religiosas.

La libertad de asociación implica, entre otros derechos, el de autorregulación y autonomía. Por ello, las asociaciones religiosas se regirán internamente por sus propios estatutos, los que contendrán las bases fundamentales de su doctrina, el cuerpo de creencias religiosas y sus normas de vida, teniendo la facultad de determinar tanto a sus representantes como, en su caso, a las entidades y divisiones internas que a ellas pertenezcan.

Las autoridades no intervendrán en la vida interna de las asociaciones religiosas.

9)    Protección a la vida desde la fertilización o concepción hasta la muerte natural.

La vida de las personas es el bien jurídico fundamental y, por tanto, es el de más valor, por lo que debe ser protegida de la manera más amplia. La vida humana como realidad pre-jurídica, desde el momento de la fertilización o concepción hasta la muerte natural, nos convoca a todos a procurar su protección desde su primera hasta su última manifestación.

La ciencia nos demuestra que los seres humanos comenzamos a existir desde el momento de la fertilización o concepción (unión de espermatozoide masculino y óvulo femenino). Ahí comienza un proceso de desarrollo que no se detiene hasta la muerte. En pocas palabras, tú y yo, en este momento, somos iguales a los concebidos pero en un nivel diferente de desarrollo.

Por tanto, cualquier procedimiento que convierta al ser humano concebido en medio, no en fin, como lo son los abortos o los métodos de fertilización in vitro, resultan contrarios a los derechos humanos de los seres humanos concebidos. El aborto, por más que sea aceptado por las leyes, siempre será un crimen en contra de las personas humanas más indefensas.

De igual forma, intervenir para poner fin a la vida de una persona sin perspectiva de cura, lo que se denomina eutanasia, es un crimen. El derecho a la muerte digna debe entenderse como la facultad de todo enfermo terminal a ser atendido con amor, lo que implica proveerle de todos los tratamientos y medicamentos paliativos que sean necesarios para mantener su vida hasta su muerte natural, de acuerdo a sus creencias.

En definitiva, la gran pregunta que debemos responder en los albores del siglo XXI, consiste en lo siguiente: ¿es la vida humana medio o fin? Dependerá de la forma en que nos acerquemos a responderla, así como de la profundidad y de la seriedad con la que lo hagamos, arribar a nuevos planteamientos que nos permitan re-identificar lo que todos, independientemente de nuestra posición axiológica, tenemos en común.

10) Protección al Matrimonio y la Familia.

El matrimonio entre la mujer y el hombre es una realidad natural. Ellos se unen por amor con expectativa de procreación, de trascender a través de la conformación de una familia. Ello está tutelado por el derecho de libre asociación que le permite al hombre y a la mujer constituir la familia: célula básica para la sociedad.

La significación de este vocablo nos habla de unión entre hombre y mujer, nos lleva a tener en cuenta su etimología: Del lat. «matrimonĭum», lo que proviene de «matrem», «mâter», «mâtris» (madre) y «monium» (calidad de). Luego, es claro que su significación y descripción no es caprichosa, sino que encuentra justificación en su etimología, la cual, al hacer alusión a la procreación, habla de uniones heterosexuales.

Por ello, los tratados internacionales reconocen el derecho de la mujer y el hombre a contraer matrimonio y a fundar una familia si tienen la madurez.

Toda unión distinta debe encontrar respeto social y reconocimiento jurídico en términos de sus circunstancias. La familia es lo más sagrado que tiene la sociedad. El matrimonio es la primera realidad que le da viabilidad. Retomemos la idea de que el matrimonio es una institución que hará perdurar a la especie humana. 

11) Derechos de los padres a educar a sus hijos.

La libertad de religión, como derecho, implica que tenemos el derecho a transmitir a nuestros hijos nuestra fe y la creencia religiosa que consideramos correcta, a fin de darles una respuesta a la religiosidad que por naturaleza poseen.

Los padres tienen derecho a expresar sus creencias religiosas y morales, y de esta libertad en relación con el derecho a la vida privada y familiar, se desprende el derecho a educar a sus hijos en la fe que profesen. En la privacidad de las relaciones familiares, la libertad religiosa se expresa a través de las creencias que los padres desean y deciden inculcar a sus hijos.

Así, constituye un derecho de los padres el formar a sus hijos en la religión que prefieran. La guía parental en este rubro permitirá no sólo que los niños aprendan aquellos valores morales, religiosos o espirituales que les sean inculcados por sus padres, sino que, conforme a la evolución facultativa de los menores, hará factible que puedan verdaderamente entenderlos, adoptarlos y llevarlos a la práctica para desarrollar su propio proyecto de vida y elevar su existencia conforme a su propia cosmovisión. En particular, esta facultad implica, desde luego, el derecho a tomar decisiones sobre sus hijos con base en sus creencias, como podría ser el organizar la vida dentro de la familia de conformidad con su religión o sus convicciones, el instruir a los hijos en materia religiosa, y el llevarlos a practicar un culto público o a celebrar determinadas festividades.[10]

Por ello los padres, y en su caso los tutores, tienen derecho a que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa, ética y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones, sin intervenciones externas u hostiles, lo que habrá de modular en la medida de que los hijos asuman la mayoría de edad. La fe se comunica ante todo con el ejemplo, no sólo con la instrucción.

12) Derechos de los niños a ser formados en la libertad religiosa.

Las niñas, niños y adolescentes tienen el derecho a ser educados en la fe, creencias y valores de sus padres. Pero las niñas y niños son personas, por lo que también tienen derecho a la libertad religiosa.

Sin embargo, los menores de edad ejercen sus derechos de manera progresiva en la medida en que van desarrollando un mayor nivel de autonomía. De acuerdo con lo anterior, en la medida en que se desarrolla la capacidad de madurez del menor para ejercer sus derechos con autonomía, se modula el derecho de los padres a tomar decisiones por él. Esto quiere decir que alcanzado cierto grado de madurez la niña o el niño puede tomar decisiones respecto a qué creencias y prácticas religiosas desean adoptar. Los padres deben respetar la libertad religiosa de sus hijos.

Desde luego, el que el menor pueda ejercer por sí mismo su derecho a la libertad religiosa en un caso o instancia particular depende de una evaluación cuidadosa y objetiva de su nivel de desarrollo y del balance de los intereses en juego.

13)  Obligaciones derivadas de la Libertad Religiosa.

Debido a que valoramos nuestra propia religión y creencias, también debemos respetar la de los demás.

Tener en cuenta que la libertad de compartir con libertad la propia fe y creencias no da derecho a imponerlas a los demás.

Mantenerse informados de lo que se decide en el ámbito público respecto de la libertad de religión y todos los derechos que se derivan de ella, así como participar activamente en dicho ámbito para fortalecer su protección.

Valorar el culto de cualquier persona sin importar su contenido, salvo que consista en un delito o falta establecida por la ley.

Dialogar con todos, independientemente de que sean creyentes o no. Ser empáticos y fraternos con aquellos que no piensen de la misma forma que nosotros.

No juzgar a las personas, lo que no impide advertir el mal y el error en los hechos y sus consecuencias. Se trata de que todas las personas identifiquen sus errores y equivocaciones.

14) Límites a la Libertad Religiosa.

La libertad religiosa es un derecho fundamental que garantiza la posibilidad real de que cualquier persona pueda practicar libremente su religión, tanto individualmente como asociado con otras personas, sin que pueda establecerse discriminación o trato jurídico diverso a los ciudadanos en razón de sus creencias; así como la igualdad del disfrute de la libertad de religión por todas las personas.

Este derecho impone ciertos deberes: el imperio del orden jurídico, los derechos de los demás, la prevalencia del interés público y los propios derechos humanos de la persona frente a su ejercicio abusivo.

15) Objeción de conciencia (ámbitos). 

La objeción de conciencia es un derecho que deriva de la libertad religiosa. Si el Estado reconoce la libertad que tenemos todo de creer o no creer en lo que queramos, entonces debe tutelar la libertad para que actuemos conforme a ello.

Por tanto, si toda persona debe cumplir y acatar la ley, no debe perderse de vista que, atendiendo a la libertad religiosa, habrá algunas leyes que no puedan cumplirse sin contravenir la religión y las creencias éticas y morales de la persona. Por lo tanto, toda persona tiene derecho a objetar según su conciencia y justificar el incumplimiento de una ley que considere contraria a sus creencias.

Por ejemplo, de acuerdo a la Ley General de Salud, el personal médico y de enfermería que forme parte del Sistema Nacional de Salud, podrán ejercer la objeción de conciencia y excusarse de participar en la prestación de los servicios médicos que son contrarios a sus creencias o convicciones éticas y morales.


[1] Tribunal Constitucional Alemán, Sentencia BVerfGE 39, 1, del 25 de febrero, 1975.

[2] Tribunal Constitucional Alemán, Sentencia BVerfGE 88, 203, del 28 de mayo, 1993.

[3] Registro digital: 2012594. PRINCIPIO DE IGUALDAD Y NO DISCRIMINACIÓN. ALGUNOS ELEMENTOS QUE INTEGRAN EL PARÁMETRO GENERAL. SCJN; 10a. Época Gaceta del Semanario Judicial de la Federación; P./J. 9/2016 (10a.); Publicación: viernes 23 de septiembre de 2016.

[4] Dabin, Jean, Doctrina General del Estado. Elementos de filosofía política, trad. de Héctor González Uribe y Jesús Toral Moreno, México, UNAM-IIJ, 2003, Serie Doctrina Jurídica, núm. 123, pp. 89-90.

[5] Artículo 2° del Reglamento de la Comisión Nacional de Derechos Humanos del 1° de agosto de 1990

[6] Laporta, Francisco, “Sobre el concepto de derechos humanos”, Doxa, España, núm. 4, 1987, pp. 32-33, http://www.cervantesvirtual.com/portal/doxa

[7] Spaemann, Robert, Ética: cuestiones fundamentales, trad. de J. Yanguas, EUNSA, Pamplona, 2001, p. 30.

[8] Registro digital: 173252. LIBERTAD RELIGIOSA Y LIBERTAD DE CULTO. SUS DIFERENCIAS. SCJN;9a. Época; Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta;1a. LXI/2007 ;TA

[9] Registro digital: 164995. LIBERTAD DE ASOCIACIÓN Y DE REUNIÓN. SUS DIFERENCIAS. SCJN; 9a. Época; Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta;1a. LIV/2010 ;TA.

[10] Registro digital: 2019237. DERECHO DE LOS PADRES A IMPARTIR A SUS HIJOS MENORES DE EDAD UNA CREENCIA RELIGIOSA. SCJN; 10a. Época; Gaceta del Semanario Judicial de la Federación; 1a. V/2019 (10a.);TA.

viernes, 5 de febrero de 2021

ECCE HOMO

 ECCE HOMO

Antonio Ciseri 
―1871―


Dr. Francisco Vázquez Gómez Bisogno*

 “El proceso de Jesús será siempre el proceso más grande de la Historia.”

C. Laplatte

 La pintura de Antonio Ciseri

 Ecce Homo es una pintura al óleo sobre lienzo elaborada en 1871 por el artista de origen suizo Antonio Ciseri. Nacido el 25 de octubre de 1821en Ronco sopra Ascona, una comuna suiza del cantón del Tesino, se formó en Florencia dónde ejerció una labor docente. Sus pinturas religiosas son «rafaelescas» en su esencia, pero su acabado es más cercano al realismo o naturalismo propios del siglo XIX. En esta obra se puede destacar la gran habilidad del pintor en el uso de la luminosidad y el efecto sobresaliente de los blancos transparentes, por lo que se puede especular la influencia en Ciseri de la fotografía, invento de la época (1824) cada vez más perfeccionado.

En medio de la composición, en un pronunciado escorzo y vistiendo una túnica de color claro, Poncio Pilato se dirige a la multitud que se congrega bajo el balcón de su palacio. Con su mano izquierda señala a Cristo que había sido acusado de conspiración contra el Imperio Romano. Cristo viste un manto de púrpura para hacerlo objeto de burla ya que el color rojo lo vestían los emperadores. También porta sobre su cabeza una corona de espinas (Mc 15, 17-19). Cada una de las figuras que se encuentran en el balcón, permanecen ajenas al espectador. Sólo es posible ver su perfil. La mujer de Poncio Pilato que es la única que deja ver su rostro, después de haberle dicho a su marido: «No te mezcles en el asunto de ese justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo sufrir mucho» (Mt 27, 19). La mujer posa su mano sobre una sirviente para no desmayarse.

 

El relato neotestamentario

 

Se afirma que es la pintura religiosa más sorprendente de Antonio Ciseri, ya que describe una escena de fuertes connotaciones políticas. Poncio Pilato, quinto prefecto de la provincia romana de Judea, salió nuevamente a donde estaban los judíos y les dijo: «Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo. Y ya que ustedes tienen la costumbre de que ponga en libertad a alguien, en ocasión de la Pascua, ¿quieren que suelte al rey de los judíos?». Ellos comenzaron a gritar, diciendo: «¡A él no, a Barrabás!». Barrabás era un bandido. (Jn 18, 38-40)

Pilato mandó entonces azotar a Jesús. Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, y acercándose, le decían: «¡Salud, rey de los judíos!», y lo abofeteaban. Pilato volvió a salir y les dijo: «Miren, lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en él ningún motivo de condena». Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: «¡Aquí tienen al hombre! (“Ecce Homo”)». (Jn 19, 1-5)

Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!». Pilato les dijo: «Tómenlo ustedes y crucifíquenlo. Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo». Los judíos respondieron: «Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir porque él pretende ser Hijo de Dios». Al oír estas palabras, Pilato se alarmó más todavía. Desde ese momento, Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos gritaban: «Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César». (Jn 19, 6-12)

Al oír esto, Pilato sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un estrado y les dijo: «¿Voy a crucificar a su rey?». Los sumos sacerdotes respondieron: «No tenemos otro rey que el César» (Jn 19, 13-16). Al ver que no se llegaba a nada, sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: «Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes» (Mt 27, 24)

 Su relevancia en la historia y la violación al debido proceso de la época

 Mucho se ha escrito de esta escena neotestamentaria. No hay duda de que el «proceso de Cristo» se sitúa en el centro de la Historia del procedimiento criminal mosaico y romano, no sólo por la entidad humana y divina del acusado, sino también por la aportación histórica, artística, arqueológica, cultural y religiosa que dicho procedimiento ha suscitado a través de la historia y la civilización judeocristiana (Martos Núñez, 1994, p. 596).

El proceso de Jesús será siempre el proceso más grande de la Historia, porque para muchos es el proceso de Dios. Pero, dentro del procedimiento, aparece como una miserable improvisación en la cual ―afirma Laplatte― la incoherencia de la forma solo puede ser igualada por la iniquidad del fondo. Resulta interesante contrastarlo, por ejemplo, con el proceso de Juana de Arco, el cual, con sus abundantes actas, con sus numerosos peritajes, con su lentitud, al menos llega a tener cierta apariencia de legalidad ¡Pero el juicio de Cristo! Tan inciertas son las formas y los fondos del procedimiento, que todavía se duda en afirmar quien ha condenado a muerte a Jesús. ¿Son las autoridades judías de Jerusalén, con ratificación de su fallo por Pilato? ¿Es solo Pilato? El Fiscal General francés, Dupin, publicó en 1840 una pequeña obra titulada “Jesús ante Caifás y Pilato” en la cual llega a la conclusión de que es Pilato quien condenó a Jesús. (Laplatte, 1954, p. 66).

Conforme al derecho romano la pena de muerte procedía por el “crimen laesae maiestatis populi Romani”, que es el que se comete contra el pueblo o contra su seguridad y también procedía la pena de muerte contra los que provoquen sedición o tumulto incitando al pueblo o el ataque grave al Imperio, pero estos delitos no fueron debidamente probados. Los dos juicios contra Jesús fueron ilegales y en consecuencia injustos, los judíos acusaron y presionaron, los romanos sentenciaron y crucificaron (León Hernández, 2018).

No hay duda en torno a que la literatura existente aduce que el proceso penal en contra de Jesús fue a todas luces ilegal. Basta examinar las leyes penales y procedimentales entonces vigentes, y los hechos, tal como son conocidos por el testimonio de los evangelistas, para llegar a la conclusión de que «no hubo norma procesal sin violar, ley penal con oportunidad aducida, hecho probado con suficiencia» (Martos Núñez, 1994, p. 597). Con la ayuda de Martos Núñez y de León Hernández, se podría resumir un breviario de las violaciones al debido proceso de la época de la siguiente manera:

 

a)     Respecto de la jurisdicción, la misma le correspondía al Sanedrín, ya que además de la jurisdicción criminal del gobernador o «praefectus» romano, existía una jurisdicción criminal de un Tribunal nacional que aplicaba sus propias leyes, gracias a la concesión romana. Esta situación jurídica, caracterizada por el «ius suis legibus uti» o facultad de usar las propias leyes, se da en Judea, siendo el Sanedrín un Tribunal presidido por el Sumo Sacerdote, depositario de este derecho.[1]

b)     Respecto del procedimiento ante al Sanedrín, según el Talmud, se establecía un sistema de garantías, conforme a las cuales (i) el proceso criminal no se podía iniciar de noche; (ii) el juicio debía comenzar siempre con las declaraciones de los testigos de descargo y por los argumentos favorables al acusado; (iii) los testigos tenían que ser advertidos de la gravedad y responsabilidad que implicaba el falso testimonio y se les interrogaba separadamente, a fin de evitar que pudieran ponerse de acuerdo entre ellos; (iv) la prueba testifical sólo se admitía cuando existían al menos dos testigos total-mente concordes con sus declaraciones; y (v) la sentencia, si era absolutoria, se pronunciaba en el mismo día, pero si era condenatoria se formulaba al día siguiente, con el objeto de que los jueces reflexionaran y pudieran obtener nuevas pruebas. Por tanto, el derecho penal judío prohibía celebrar o incoar un proceso en vísperas de sábado o de cualquier fiesta, si el fallo consistía en la imposición de la pena de muerte. Como se sabe, tal sistema de garantías fue claramente ignorado.

c)     Respecto de la competencia para dictar la sentencia, atendiendo a la «naturaleza del delito», ya en tiempos de Julio César, mediante edictos imperiales, se aplicaron a todos los súbditos del Imperio las leyes penales y procedimentales relacionadas con delitos que fuesen sancionados con la pena capital, quedando, de esta forma, las leyes nacionales modificadas. Por consiguiente, todos los delitos castigados con la pena de muerte por las leyes romanas eran de la competencia del Magistrado romano y no de los Tribunales nacionales. Una prueba de dicha competencia la suministra la declaración rotunda de los Doctores de la Ley en el proceso a Jesucristo: «A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie» (Jn 18, 31), ya que Roma se había reservado, en el Estatuto de Autonomía concedido a los judíos, el derecho de la espada. Lo anterior se confirma, además, por el dato neotestamentario de que Poncio Pilato juzgó y condenó a Barrabás por los delitos de sedición y homicidio (Mc 15, 7, y Lc 23, 19).

En razón de ello, constituyó una violación manifiesta de las reglas procesales vigentes en materia de competencia el envío del reo a Herodes realizado por Pilato, puesto que la competencia de éste para procesar a Jesucristo era indiscutible; incluso, el comportamiento de Herodes, reenviando Jesús a Pilato, permite afirmar su falta de competencia para sustanciar el proceso.

d)     Como ya se ha dejado entrever, Jesucristo fue juzgado por dos tribunales diversos que aplicaron normas igualmente diferentes. Las violaciones al debido proceso por parte del Sanedrín (Tribunal nacional) han quedado al descubierto. Ahora bien, respecto del proceso penal romano, atendiendo al delito imputado a Jesús ―sedición―, solía incoarse el procedimiento basado en la discrecionalidad del juez denominado «crimina extraordinaria». Teniendo en cuenta ello, se produjeron en el proceso de Cristo, las ilegalidades procesales siguientes: (i) ausencia de acusación fundada formulada por el Magistrado; (ii)  falta de citación; (iii) arresto ilegal; y (iv) ausencia de prueba.

Ya en 1954, Laplatte, vocal de la Corte de Apelaciones de Colmar, Francia, afirmó que la violenta presión que se ejerce sobre Pilato y que va creciendo, no debe producir ilusiones: la actitud pasiva del Procurador, que cede cada vez más a los clamores de los acusadores de Cristo, no debe disimular este hecho que es él quien, finalmente, pronuncia la condena a muerte como es él quien, antes, condenó a Jesús al suplicio de la flagelación. Es Pilato quien redactó el «titulus», leyenda indicando los motivos de la condena y que será colocada en la cruz sobre la cabeza de Jesús. Para subrayar el carácter romano de la condena, Jesús padecerá el suplicio de la crucifixión, que es un suplicio romano. En adición a ello, son soldados romanos, a las órdenes de un centurión, y no los milicianos de la guardia del templo, los que formarán la escolta (Laplatte, 1954, pp. 69 y 70).

Pero, en todo caso, deseo hacer énfasis en la inequidad que representó el proceder de Poncio Pilato y su impacto en la Filosofía del Derecho. Veamos.

De Pilato a Kelsen: relativismo, «democracia vacía» y justicia mediática

En 1934, Hans Kelsen afirmó que su teoría sólo intentaba “…dar respuesta a la pregunta de qué sea el derecho, y cómo sea; pero no, en cambio, a la pregunta de cómo el derecho deba ser [ya que pretendía] liberar a la ciencia jurídica de todos los elementos que le son extraños…” (Kelsen, 1982, p. 15). En pocas palabras, Kelsen se propuso “purgar” a la ciencia del Derecho de cualquier contenido valorativo o axiológico. En otra de sus célebres obras, Kelsen afirmaría que “…liberar el concepto del derecho y la idea de la justicia es difícil, porque ambos se confunden en el pensamiento político no científico (…) Una teoría pura del derecho (…) se declara a sí misma incompetente para resolver la cuestión de si un determinado derecho es justo o no, o el problema acerca de cuál sea el elemento esencial de la justicia. Una teoría pura del derecho —en cuanto ciencia— no puede contestar esa pregunta, es virtud de que es imposible en absoluto responder a ella científicamente.” (Kelsen, 1995, p. 6)

Así, el pensamiento moderno se opuso frontalmente a la tradición jurídica clásica consistente en afirmar que “…la ley que no es justa no parece que sea ley…” (Ia. IIae, q. 95, a. 2, c.), y debido a ello, se opuso a la necesidad misma de hacer Filosofía del Derecho. No obstante, si de acuerdo con Kelsen la ciencia jurídica no debía preguntarse por el derecho que debe ser, no cabe la menor duda de que tal solución resultaba aún más peligrosa que la supuesta “contaminación ideológica” de la que quiso purgar al Derecho, toda vez que al anular cualquier análisis axiológico de las leyes, y al afirmar paralelamente que sólo la ley es Derecho, Kelsen ―como Pilato― terminará por someter la decisión de los contenidos jurídicos al voto popular. Luego, sería cuestión de tiempo que este paradigma (Khun, 2006) sirviera de catalizador de las sentencias mediáticas que ‘democráticamente’ emitimos como sociedad, cada vez que se nos invita a un linchamiento colectivo en redes sociales.

De esta forma, se hace presente el «relativismo filosófico», según el cual, …la realidad [comenzó a concebirse] como un orden lógico desde el hombre [y] lo existente empieza a ser y sólo es si es colocado por el hombre que representa y elabora. [La] verdad equivale así a la certeza que el sujeto obtiene de haber asegurado metodológicamente la objetividad [por lo que] la atención se desplaza hacia los procedimientos del pensamiento, hacia las reglas y métodos de constitución del saber con indiferencia del dominio particular dentro del cual ellos mismos están llamados a operar” (Innerarity, 1990, p.13). Así, el relativismo terminaría por generar una axiología democrática o de consenso, lo que en palabras de Ratzinger constituirá la denomina «democracia vacía». Tal tipo de “democracia” deja ver sus peores formas —afirmará Ratzinger— cuando Kelsen, al intentar determinar qué es la justicia, hace referencia al diálogo entre Jesús y Pilato, en el cual Jesús afirma: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 33-40), a lo que Pilato responde con otra pregunta: “¿Qué es la verdad?”, dejando después a Jesús en poder del furor de la multitud (Kelsen, 2008, p.124).

El problema surge —señala Ratzinger— cuando “…Kelsen opina que Pilato obra como perfecto demócrata [ya que] como no sabe lo que es justo, confía el problema a la mayoría para que decida con su voto. De este modo se convierte [a Pilato], según la explicación del científico austriaco, en figura emblemática de la democracia relativista y escéptica, la cual no se apoya ni en los valores ni en la verdad —menos en la justicia— sino en los procedimientos.” (Ratzinger, 2005, p.88). Luego, el “…que en el caso de Jesús fuera condenado un hombre justo e inocente no parece inquietar a Kelsen, [ya que para él] no hay más verdad que la de la mayoría.” (Ibidem).

De esta forma, el juicio de Jesús trasciende a su época, ya que la apuesta de Pilato, quizá sin saberlo, fue por la «democracia vacía», la cual se tornará cautivadora debido a que la fuente del derecho se traslada a las convicciones mayoritarias, al punto de que siempre que se imponga obligatoriamente a la mayoría algo no querido ni decidido por ella, parecería ser como si aniquiláramos su libertad y negáramos la esencia de la democracia. Sin embargo, el peligro de un modelo de este tipo consiste en que “…es indiscutible que la mayoría no es infalible y que sus errores no afectan sólo a asuntos periféricos, sino que ponen en cuestión bienes fundamentales que dejan sin garantía la dignidad humana y los derechos del hombre, es decir, se derrumba la finalidad de la libertad, pues ni la esencia de los derechos humanos ni la de la libertad es evidente siempre para la mayoría” (Ibidem), lo cual —concluye Ratzinger— lamentablemente deja verse con claridad en la historia contemporánea en aquellos episodios en los que la libertad de unos es destruida en nombre de la libertad de otros.

Ahora bien, el juicio de Cristo no se trata de un error judicial, puesto que Pilato sabía que Jesús era inocente: «Miren, lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en él ningún motivo de condena» (Jn 19, 4). La condena es, por tanto, esencia de iniquidad (Laplatte, 1954, p, 70). Y este es precisamente el riesgo del relativismo en el derecho penal ―lo cual suele potencializarse a través de la justicia mediática―. Si “…los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia” (Ratzinger, 2005, p.88). Este es el peligro de la «democracia vacía» y de la justicia mediática: que “…las mayorías pueden ser ciegas o injustas [debido a que] la regla de las mayorías tampoco zanja la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho” (Ibidem), por lo que surge la necesidad —afirmará Ratzinger— de cuestionarnos si “…hay algo que nunca puede ser justo (…) o, por el contrario, [si hay] cosas que de acuerdo con su propia naturaleza invariablemente son justas y exigen el respeto de la mayoría por encima de cualquier arbitrariedad suya” (Ibidem).

Por ello quizá sea conveniente rescatar el realismo jurídico clásico. En palabras de Javier Hervada, el “…rasgo típico del realismo jurídico clásico consiste en ser una teoría de la justicia y del derecho construida desde la perspectiva del jurista, entendido éste según se deduce de la clásica definición de justicia que se encuentra en la primera página del Digesto: dar a cada uno su derecho, dar a cada uno lo suyo. La función del jurista se ve en relación con la justicia: determinar el derecho de cada uno, lo suyo de cada uno. Ese derecho; esa cosa suya es el ‘iustum’, lo justo, de donde resulta que el arte del derecho es el arte de lo justo.” (Hervada, 1988, p. 281). En pocas palabras, el realismo jurídico clásico recibe su nombre debido a que ve el derecho en la res iusta o cosa justa, es decir, en el ius o derecho que es la cosa de cada uno; de ahí su realismo, ya que el derecho (ius) no es la ley ni es el derecho subjetivo que de ella emane (Vázquez Gómez, 2018, p. 24). Por tal motivo Hervada será enfático en señalar que la “…justicia no consiste en dar a uno una cosa para que sea suya; no consiste en hacer que una cosa sea suya de alguien. Consiste en dar a cada uno lo suyo. Por lo tanto, el derecho ―el ius― preexiste a la justicia. Sin ius o derecho preexistente, no es posible la acción de la justicia” (1988, p. 289).

No hay duda de que el paradigma ―relativismo o realismo― con el que miremos el derecho y la justicia, resultará determinante de las respuestas que podamos brindar a los casos que se nos presenten. De esta forma, el juicio de Jesús nos permite advertir que, desde Pilato a Kelsen, la democracia vacía gana terreno en la medida de que el relativismo filosófico y jurídico proliferan, lo que nos convierte a todos en ‘perfectos’ demócratas, a pesar de violentar las más básicas garantías que del debido proceso, inundando las redes sociales de sentencias mediáticas de consenso. Creamos o no en Jesucristo, su proceso y juicio, son un claro ejemplo de lo que, a veintiún siglos de distancia, debemos luchar por erradicar.

Por ello, defiendo la necesidad de rescatar el realismo jurídico clásico, tanto en el derecho penal, como en cualquiera de las disciplinas de la ciencia jurídica. Hacerlo puede ser, quizá, rescatar lo que nos queda de iurisprudentes, de ser verdaderos científicos de la justicia, para que se esa forma, así como el prudente sabe discernir lo bueno de lo malo, el iurisprudente pueda discernir lo justo de lo injusto, independientemente del apoyo mayoritario con el que cuente.



* El autor es Doctor en Derecho por la Universidad Panamericana y profesor de Derecho Constitucional en la misma casa de estudios, Investigador Nacional Nivel 1 del Sistema Nacional de Investigadores, CONACYT (fvazquez@up.edu.mx) ORCID: 0000-0002-2054-7199

[1] Aunado a ello, de acuerdo con el Evangelio (Jn 18, 13 y 19-24) se desprende que Anás, quien era suegro de Caifás, pontífice aquel año, era tan importante su influencia que participó en el proceso. Por tanto, el interrogatorio de Anás fue ilegal ab initio porque en el instante en el que ocurrieron los hechos, Anás no tenía jurisdicción criminal sobre Jesucristo.