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miércoles, 25 de julio de 2012

EL DISTANCIAMIENTO ENTRE EL MUNDO CLÁSICO Y LA MODERNIDAD

A propósito de las derrotas del paradigma moderno[1]


“Somos enanos encaramados en hombros de gigantes. Nuestra mirada puede abarcar más cosas y ver más lejos que ellos. No porque nuestra vista sea más penetrante y nuestra estatura mayor sino porque nos ha elevado su altura gigantesca.”[2]

Bernardo de Chartres

Publicado en Díkaion
(Revista de fundamentación jurídica. Universidad de la Sabana)
Volumen 21, N° 2 (2012)

A)  Planteamiento general.

Se ha afirmado que “…al hombre de poca cultura le basta con percibir una diferencia entre dos seres para inmediatamente oponerlos; pero los más experimentados -afirma Miguel Reale- conocen el arte de distinguir sin separar, siempre que no haya razones esenciales que justifiquen la contraposición.”[3]
Haciendo gala de su cultura y experiencia, Bernardo de Chartres nos regala una idea cuya pretensión es, a mi entender, vincular dos mundos construidos a partir de paradigmas[4] ciertamente distanciados pero que no deben permanecer necesariamente separados, por lo que de esta forma intenta concretar ese arte de distinguir sin separar al que alude Reale. Si los enanos representan a los «modernos» y los gigantes a los «clásicos» siguiendo su comparación, es claro que más que rompimiento entre el mundo clásico y el mundo moderno debe hablarse de complementariedad, ya que el distanciamiento de paradigmas pudiera reducirse tanto como se desee, afirmando por ejemplo que los enanos, si bien vemos por nuestros propios ojos, vemos más allá gracias a los gigantes.
En palabras de Luis Vives, para que tal distanciamiento no implique rompimiento, debe afirmarse que “ni nosotros somos enanos ni ellos gigantes, sino que todos somos de la misma estatura. En realidad, gracias a ellos -a los antiguos- ocupamos un lugar más elevado.” [5] Como sea, lo único evidente es que, al parecer, resultó poco realista distinguir para separar u oponer para desgarrar, tal y como lo postulara Descartes con su «via modernorum», afirmando que debía abandonarse el mundo clásico para comenzar a hablar de lo que sucedería en un nuevo mundo (modernidad), pretensión que Hannah Arendt calificó, precisamente, como un proceso de «alienación del mundo».[6] En suma, los modernos pretendieron romper con el mundo clásico provocando una escisión que hoy no sólo se mira cada vez menos conveniente, sino inexistente. Por ello, a diferencia de la pretensión moderna de distinguir para separar, consideramos que de lo que se trata es de conocer el distanciamiento entre ambas realidades -la clásica y la moderna- pero no con el afán de divorciarlas, sino sólo de advertir aquellas divergencias que a nuestro parecer sí serían -en palabras de Reale- razones esenciales que justifiquen esa contraposición. En suma, lo que intentaremos será identificar las tres grandes derrotas del paradigma moderno.
Y es que a diferencia de lo que ocurría ayer en el mundo clásico, la invitación simplona del mundo (post)moderno no es a retomar el arte de distinguir sin separar. Por el contrario, hoy más que nunca se nos invita a la síntesis, a la sinopsis, al epítome, al compendio y derivado de la tradición decimonónica del derecho, a la codificación. La realidad, lejos de analizarla para comprenderla, hoy debe ser vista mediante una lente que posibilite hacer un extracto/prontuario, de preferencia muy bien resumido y que nos lleve a conclusiones rápidas y precisas. Y si además, para efectos de la modernidad jurídica, esa visión puede hacerse representar en la redacción de unas cuantas normas que estén “perfectamente” codificadas, estructuradas y ordenadas, pues el resultado será “más que deseable”. Perdida esa dimensión sapiencial -afirmará Grossi- el “simplismo y optimismo parecen las características más llamativas del jurista moderno confirmado por las certezas ilustradas.”[7]
Pero tal anhelo por reducir la realidad al intentar comprenderla sólo mediante una visión sintética, se ha traducido en un peligroso lastre para la ciencia jurídica. Sólo por mencionar un ejemplo, si se parte de la base que una de las finalidades más imperiosas del derecho es la consecución de la justicia y si la justicia es tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales, la identificación de lo justo no puede llevarse a cabo sino mediante un ejercicio analítico, distinguiendo así, en el caso concreto, a los iguales de los desiguales.[8]
Por ello es que en el Medioevo, el profesional del derecho, más que simple abogado, debía ser un jurisprudente, en el entendido de que si la «prudencia» consiste “en discernir y distinguir lo que es bueno o malo, para seguirlo o huir de ello”[9], el «jurisprudente» será el que pueda discernir y distinguir lo justo de lo injusto, para procurarlo o evitarlo, respectivamente. Así, el derecho era concebido “sobre todo como interpretación, es decir, consistente sobre todo en el trabajo de una comunidad de juristas que, sobre la base de textos autorizados, lee los signos de los tiempos y construye un derecho (…) a costa de ir más allá e incluso contra lo expuesto en esos textos que a menudo asumen el reducido papel de momento de validez formal.” [10]
Como sea, lo que intentaremos en este breve ensayo será delinear los aspectos que sí marcan un rompimiento entre estas dos épocas, con el objeto de que podamos -enanos o no- advertir las tres grandes derrotas que el paradigma moderno trajo consigo y que hoy nos impiden «encaramarnos en hombros de gigantes» u «ocupar ese lugar más elevado», acciones que simbolizan -en palabras de Bernardo de Chartres y Luis Vives- la importancia del pensamiento del mundo clásico para la modernidad, ya que -parafraseando al poeta Antonio Machado- de lo que se trata es de saber cosechar flores nuevas en raíces viejas.

B)  Las semillas de la modernidad: ideas que gestaron el distanciamiento.

Siguiendo a Daniel Innerarity, “lo que ha sido radicalizado por la modernidad es la distinción de la conciencia frente al mundo [ya que en] el inicio programático de la modernidad no aparece directamente ni un naturalismo ni una secularización… [Así] conciencia y mundo son los dos ejes fundamentales sobre los que gravita un nuevo modo de pensar.”[11] Ya no importará más lo que el hombre pueda mirar del mundo, sino en todo caso, cómo es que puede mirarlo y cómo se es consciente de ese conocimiento.
De esta forma, “la realidad [comienza a concebirse] como un orden lógico desde el hombre, (…) lo existente empieza a ser y sólo es si es colocado por el hombre que representa y elabora. [La] verdad equivale así a la certeza que el sujeto obtiene de haber asegurado metodológicamente la objetividad [por lo que] la atención se desplaza hacia los procedimientos del pensamiento, hacia las reglas y métodos de constitución del saber con indiferencia del dominio particular dentro del cual ellos mismos están llamados a operar.”[12] El hombre le da la espalda al mundo y a la realidad para adentrarse en sí mismo.
En pocas palabras, esta modificación en el desarrollo de la metafísica y la gnoseología significó transitar de una filosofía del ser a una filosofía del pensar, es decir, mientras que en el mundo clásico el primer principio del que irremediablemente partía todo conocimiento (cualquiera que fuera su nivel de abstracción) era la evidencia del objeto y su esencia, siendo el hombre capaz de saber lo que las cosas son y no son («realismo filosófico»), para el mundo moderno, el ser o las cosas se transformarían en objetos que son sometidos al pensar debido a que la cosa en sí es incognoscible, por lo que el ser de las cosas es sólo un ser percibido y así, el primer problema filosófico para los modernos sería el problema del conocimiento, ya que las cosas, más que conocidas, son pensadas («relativismo filosófico»).[13] Lo fundamental ya no sería qué se conoce sino cómo lo conozco.
Nótese entonces que la modernidad se gestó, fundamentalmente, a partir de un cambio de rumbo en el pensamiento del hombre, cambio que no tuvo una generación espontanea, sino que pudiera ubicarse en las ideas de muchos pensadores, que aquí reduciremos a cuatro, debido a que sus ideas sembrarían, según nuestra consideración, las semillas de lo que a la postre terminarían por ser los puntos de partida de los errores que hemos propuesto identificar en el pensamiento moderno. Veamos

b.1) Nicolas Maquiavelo: el fin justifica los medios.

En primer lugar, y atendiendo a un estricto orden cronológico, nos referirnos a Nicolás Maquiavelo (1469-1527), escritor italiano cuyo pensamiento quedó plasmado en su obra principal “El príncipe”. De ella transcribiremos breves párrafos que nos permitirán abstraer los postulados que a nuestro parecer serían la semilla de la modernidad en los ámbitos ético, político y jurídico.

“En las acciones de todos los hombres, pero especialmente en las de los príncipes (…) se considera simplemente el fin que ellos llevan. Dedíquese, pues, el príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su Estado. Si sale con acierto, se tendrán por honrosos siempre sus medios, alabándoles en todas partes: el vulgo se deja siempre coger por las exterioridades, y seducir del acierto.”[14]

“Se presenta aquí la cuestión de saber si vale más ser temido que amado. Se responde que sería menester ser uno y otro juntamente; pero como es difícil serlo a un mismo tiempo, el partido más seguro es ser temido [ya que] amando los hombres a su voluntad y temiendo a la del príncipe, debe éste, si es cuerdo, fundarse en lo que depende de él y no en lo que depende de los otros…”[15]

“Puedes parecer manso, fiel, humano, religioso, leal, y aún serlo; pero es menester retener tu alma en tanto acuerdo con tu espíritu, que, en caso necesario, sepas variar de un modo contrario.” [16]

Tres son las ideas que condensarían estos párrafos: (i) el fin justifica los medios; (ii) es preferible ser temido a ser amado y, en suma, (iii) la estrategia de la simulación debe ser la herramienta fundamental en el terreno político. Luego, nótese cómo se actualiza aquello antes dicho, de que ya no importará más qué mira el hombre del mundo, de la realidad, de la política, sino en todo caso, cómo es que puede mirarlo, ya que lo “propio de la simulación (…) es anular la diferencia entre lo real y su apariencia, declarar imposible el comportamiento auténtico y la palabra cierta, conceder a la representación [cuasi teatral] el estatuto de la realidad…”[17]
De esta forma, la política prescinde de la ética y con ello, ya no habrá lugar para la distinción de lo bueno y lo malo, ni de lo justo y lo injusto. Todo en política se reducirá a la apariencia: antes del ser importará más el parecer, lo que en el ámbito jurídico se materializaría con la relación entre el «derecho» y la «ley». El derecho, que recién veíamos era «lo justo», ya no se determinará a partir de la realidad, del caso concreto, sino que ahora será necesario partir de su representación, es decir, de la «ley positiva». La ley sería, desde ese entonces, la apariencia misma de la justicia, lo cual se oponía -dicho sea de paso- a la tradición jurídica clásica consistente en afirmar que “…la ley que no es justa no parece que sea ley…”[18]
Así, “el drama del mundo moderno consistirá en la absorción de todo el derecho por la ley, en su identificación con la ley, aunque sea mala o inicua”[19], transitándose así -afirma Grossi- a la construcción de algunos edificios vacíos e irreales de la cultura moderna y pretendiendo destruir -sin éxito- otros de la cultura jurídica clásica: el derecho es sustituido por la ley; de lo justo se transita a lo legal, a la legalidad y la justicia termina por convertirse en seguridad jurídica.

b.2) Martín Lutero: la razón es la prostituta del diablo.

En segundo lugar nos referirnos a Martín Lutero (1473-1556), religioso alemán cuyo pensamiento quedó plasmado en su obra principal “De servo albedrío”. De ella transcribiremos breves párrafos que nos permitirán abstraer los postulados que, a nuestro parecer, también serían la semilla de la modernidad en los ámbitos religioso y ético. Veamos.

“La razón es la mayor prostituta del diablo; por su naturaleza y manera de ser es una prostituta nociva, devorada por la sarna y la lepra, que debería ser pisoteada y destruida, ella y su sabiduría (…) Es y debe ser ahogada en el Bautismo (…) merecería que se la relegase al lugar más sucio de la casa, a las letrinas.”[20]

“Pues una vez que se ha admitido y determinado que tras la pérdida de la libertad, el libre albedrío está bajo coacción en la servidumbre del pecado y no puede querer un ápice de lo bueno, yo puedo sacar de estas palabras esa única conclusión: que el libre albedrío es una palabra vacía cuyo contenido real se ha perdido.” [21]

“Por la misma razón he atacado hasta ahora también al papa, en cuyo reino no hay nada más difundido y comúnmente aceptado que la afirmación de que las Escrituras son obscuras y ambiguas, y que es preciso pedir de  la sede apostólica en Roma el espíritu como intérprete (…) Nosotros decimos así: (…) cada uno, iluminado en cuanto a su propia persona y ara la salvación de él solo por el Espíritu Santo o un don especial de Dios, juzga y discierne con entera certeza los dogmas y opiniones de todos.” [22]

“Sin embargo, no puede un hombre humillarse del todo hasta que no sepa que su salvación está completamente fuera del alcance de sus propias fuerzas, planes, empeños, voluntad y obras, y que esta salvación depende por entero del libre albedrío, plan, voluntad y obra de otro, a saber, del solo Dios. En efecto: (…) el que no duda por un momento de que todo está en la voluntad de Dios, éste desespera totalmente de sí mismo, no elige nada, sino que espera que Dios obre; y el tal es el más cercano a la gracia, de modo que puede ser salvado…”[23]

Cuatro son las ideas que condensarían estos párrafos: (i) la razón, al ser la prostituta del diablo, es incapaz de conocer la verdad; (ii) el hombre no posee libre albedrío ya que el pecado original devastó su naturaleza; (iii) la posibilidad del creyente de construir, sin dependencia de otro, sus propios dogmas; y (iv) lo que en palabras de Innerarity es el “principio luterano de la certeza subjetiva de salvación frente a la rectitud intrínseca de las acciones”[24], es decir, que el hombre se salvará sólo si es voluntad divina: nada puede hacer él al respecto. De esta forma, resulta evidente que hay en Lutero una “insatisfacción del espíritu con el mundo exterior”[25] y por ello, más que erigirse en reformador del mundo -como muchos lo han catalogado-, opta por olvidarse de ese mundo para construir el suyo propio a base de la confirmación del «yo». Un «yo» -dicho sea de paso- muy venido a menos, ya que también vemos en Lutero la semilla de lo que posteriormente sería un claro signo de la modernidad: el pesimismo antropológico.
A partir de todo lo anterior, el “débil vínculo que lo unía a la realidad se rompe ahora por completo: la existencia misma de la realidad se debe a la libertad e infinitud del yo, en el que se contiene la totalidad de lo real (…) No existe objeto sin sujeto [estableciéndose así] la identidad de lo real y lo racional, de la ontología y la lógica… [Así] el idealismo absoluto consuma la modernidad y desvela el sentido de las aspiraciones que le dieron origen.”[26]
Podrá parecer contradictorio que apelemos a Lutero como inspirador de la filosofía moderna cuando el propio religioso arroja a la razón -dice él- al lugar más sucio de la casa, a las letrinas. Sin embargo, nótese que tal postulado resulta coherente con la idea que a la postre postulará Descartes al afirmar que el hombre no debe fiarse de la razón -ésta puede ser engañada- por lo que más bien habrá que apelar a los sentidos y por ello, a la evidencia empírica y al método. No hay duda de que es Lutero uno de los primeros pensadores que, por paradójico que parezca, al dudar de la razón, al atribuirle la calidad de prostituta del diablo la imposibilita para conocer la verdad, invirtiendo así el proceso de conocimiento para centrarlo en el sujeto cognoscente y no en el objeto conocido, sembrando así la semilla del «racionalismo» que reduciría todo a leyes lógicas pretendiendo imitar el rigor de las matemáticas, de las ciencias exactas y negando, por ejemplo, la objetividad de la ley moral y de los principios jurídicos. En definitiva -afirmarán los modernos- la “razón no puede someterse a ninguna ley  que no se haya dado a sí misma.”[27]
De ahí que al “jurista moderno imperativo y formalista -afirma Grossi- le va mucho la construcción kelseniana de una Teoría pura del derecho aunque se resuelva en un castillo de formas, en una armonía abstracta de líneas, ángulos y círculos, en suma, en una geometría que debía sacar fuerza de sí misma pero que brotaba de la nada y en la nada se fundaba.”[28]
Así, la «Ilustración», entendida como ese desarrollo de mecanismos de reducción de la complejidad[29], comienza a vislumbrarse desde Lutero, quien desplazaría la compleja objetividad por la simpleza de la subjetividad, lo que traducido al mundo jurídico impactaría, por ejemplo, en que sea más importante la voluntad del legislador (sujeto), que lo justo en el caso concreto (objeto). No hay duda que siempre será menos complejo construir la realidad idealmente -apuesta ciertamente ilustrada- que intentar analizarla para comprenderla.

b.3) Thomas Hobbes: el hombre es el lobo del hombre.

En tercer lugar nos referiremos a Thomas Hobbes (1588-1679), filósofo inglés cuyo pensamiento quedó plasmado en su obra principal “Leviathán”. De ella transcribiremos breves párrafos que nos permitirán abstraer los postulados que, a nuestro parecer, constituirán igualmente la semilla de la modernidad en los ámbitos político y jurídico:

“El derecho de naturaleza, lo que los escritores llaman comúnmente jus naturale, es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consiguiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin.”[30]

“…la buena inteligencia de las criaturas irracionales es natural, mientras que la de los hombres lo es solamente por pacto, [razón de más para que exista] un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo…”[31]

“El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos [a los hombres] contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas (…) es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o una asamblea de hombres (…) por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera.”[32]

Tres son las ideas que condensarían estos párrafos: (i) en el estado de naturaleza el hombre se convierte en el lobo del hombre; (ii) la buena inteligencia en los hombres sólo es posible tras el pacto social y por lo tanto, (iii) es necesario que el hombre renuncie por completo, en beneficio del Estado, al derecho de gobernarse a sí mismo. De esta forma, vemos en Hobbes otro de los signos que serán característicos en el pensamiento moderno, lo cual habíamos adelantado ya por las ideas de Lutero: el pesimismo antropológico. La filosofía clásica, que apostaba por el hombre al considerarlo «zoon politikón»[33] y por ello capaz de conformar una sociedad natural sustentada en valores y principios pre-estatales y pre-jurídicos, perdía por completo la confianza en él, al punto de considerar que su buena inteligencia es sólo posible por pacto.
Nuevamente se hace presente el desprecio por las capacidades de la razón que ya advertíamos en Lutero. Como el hombre es malo por naturaleza y su razón incapaz por sí sola de la buena inteligencia, será necesario que el hombre concrete el pacto. Luego, será lógico que en el ámbito de lo jurídico, Hobbes llegue a postular que:

“…para cada súbdito, aquellas reglas que el Estado le ha ordenado de palabra o por escrito o con otros signos suficientes de la voluntad, para que las utilice en distinguir lo justo de lo injusto, es decir, para establecer lo que es contrario y lo que no es contrario a la ley (…) no pudiendo ser reputado injusto lo que no sea contrario a ninguna ley”[34]

De esta forma, el “derecho moderno está tan marcado por su esencial vinculación con el poder político que aparece como el mandato de un superior a un inferior -de arriba a abajo-, visión imperativa que lo identifica (…) con una regla autorizada y autoritaria -lo que a dicho de Grossi- tiene un costo altísimo (…) la pérdida de la dimensión [sapiencial] del derecho”.[35]
No por nada, uno de los modernos que serían promotores del pensamiento hobbesiano -Jean-Jacques Rousseau (1712-1778)- afirmaría en su “Contrato Social” que:

“El paso del estado de la naturaleza al civil produce en el hombre una mutación muy notable, sustituyendo en su conducta la justicia al instinto, y dando a sus acciones la moralidad que les faltaba antes. Entonces es cuando la voz del deber sucediendo a la impulsión física, y el derecho al apetito, el hombre que hasta aquí no había mirado más que a sí mismo, se ve obligado a obrar por otros principios y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones.”[36]

Al hombre, incapaz de discernir lo bueno de lo malo y lo justo de lo injusto, sólo le resta seguir el camino de “una sola fuente plenamente expresiva de la juridicidad que es la ley. Una ley -la de los modernos- que se concreta más en un acto de voluntad que de conocimiento.”[37] Quizá ahora entendamos mejor por qué aquella semilla de Lutero, que tachaba a la razón como la prostituta del diablo, no genera ninguna paradoja de cara al racionalismo, ya que racionalismo jurídico significará la postulación de ciertos criterios formales para determinar la juridicidad de la ley (fases del proceso legislativo), y por ello, no representaría en realidad un impulso de la razón o de la dimensión sapiencial del derecho, sino una obediencia acrítica a la voluntad política, a la voluntad general. 
Es bien sabido que el mismo Rousseau manifestaría una fe ciega en la ley, al señalar que la voluntad general era la que el pueblo estatuye para sí mismo, de manera que la ley, cuando reunía las condiciones de generalidad y abstracción y resultaba del consenso popular, no podía ser injusta, ya que nadie lo es consigo mismo.[38] Se siembra de esta forma otra semilla de nefastas consecuencias en el ámbito del derecho: el iuspositivismo ideológico. Tal postura consistió en aseverar que el aplicador jurídico y el destinatario de las normas positivas no podían ejercer ninguna clase de crítica respecto del contenido y fundamento axiológico de tales normas, ya que el legislador era infalible, es decir, nunca se equivocaba. Luego, el jurista moderno, lejos de utilizar la razón para considerar la justicia o la injusticia del contenido legal, se limitó a verificar las pautas formales de su creación y a obedecer como ciudadano -otrora súbdito- los mandatos del legislador infalible -otrora Príncipe-. Luego, la paradoja se genera, no con las semillas de la modernidad, sino con su posterior postulación. Por ejemplo, Innerarity lo advierte con suma claridad al afirmar que “ya Nietzsche [había descubierto] en el racionalismo la fuerza endógena de la modernidad: «cualquiera que da empuje a la racionalidad también devuelve nuevas fuerzas al poder opuesto, misticismo y locura de todas clases».”
  
b.4) René Descartes: «cogito ergo sum».

En cuarto, y último lugar, nos referiremos a René Descartes (1596-1650), filósofo, matemático y físico francés, considerado como el padre de la filosofía moderna, y cuyo pensamiento quedó plasmado en su obra principal “Discurso del método”. De ella transcribiremos breves párrafos que nos permitirán abstraer los postulados que, a nuestro parecer, serían asímismo semilla de la modernidad en los ámbitos político y jurídico. Veamos.

“Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: «yo pienso, luego soy», era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando.”[39]

“Pues, en último término, despiertos o dormidos, no debemos dejarnos persuadir nunca sino por la evidencia de la razón [no debiendo] no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mí espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda.” [40]

“Esas largas series de trabadas razones muy simples y fáciles, que los geómetras acostumbran emplear, para llegar a sus más difíciles demostraciones, habíanme dado ocasión de imaginar que todas las cosas, de que el hombre puede adquirir conocimiento, se siguen unas a otras en igual manera, (…) y considerando que, entre todos los que hasta ahora han investigado la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos han podido encontrar algunas demostraciones, esto es, algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba de que había que empezar por las mismas que ellos han examinado…”[41]

Cuatro son las ideas que condensarían estos párrafos: (i) el ser deriva del pensar; (ii) no debemos dejarnos persuadir sino por la evidencia de la razón; (iii) el método científico del conocimiento teórico (de las ciencias exactas), le es aplicable al conocimiento práctico (de las humanidades); y (iv) sólo las matemáticas le ofrecen un conocimiento seguro al hombre. De esta forma se siembran las semillas de lo que a la postre sería el desarrollo del «positivismo», que impactaría en todas las ciencias y según el cual, el único auténtico conocimiento es el científico, es decir, las teorías (no necesariamente realidades o verdades), que se obtengan a través del método científico.
Así, un reduccionismo hace presa del conocimiento en aras de acentuar, unilateralmente, “la dimensión subjetiva del saber, entendido éste como proceso que garantiza la seguridad y la certeza. A esta aspiración responden la claridad y distinción que Descartes exige a las ideas, la seguridad de las ciencias positivas que Kant busca para la filosofía, la pretensión hegeliana de alcanzar un saber absoluto, o los intentos de Husserl por elaborar una filosofía como ciencia estricta.”[42] Descartes “pretende así -afirma Innerarity- la eliminación de las incertidumbres a través de un método en el que nada sea sustraído a la mirada vigilante de la conciencia. De este modo, se alcanzará aquella ciencia universal que ha de convertir a los hombres en maitres et possesseurs de la nature [dueños y poseedores de la naturaleza].”[43] Tal pretensión traería, como ya hemos dicho, nefastas consecuencias a todas las ciencias -las exactas y las no exactas-, debido a que Descartes pretende alcanzar con el método un “saber mediante la puesta en marcha de un proceso que es plenamente controlado en virtud de su origen absoluto (…) Ahora bien, dominar un proceso desde el origen es lo mismo que crear. La modernidad está [por ello] abocada a un constructivismo epistemológico. Desde Hobbes el hombre sólo conoce lo que hace o, como explica el propio Kant, se conocen objetos cuando se construyen…”[44]
Construir -podría afirmarlo cualquiera- ha sido uno de los grandes avances de la modernidad, lo cual suscribimos por entero; sin embargo, no todo ha sido positivo, es más, haciendo un balance objetivo habría que reflexionar si se ha ganado más de lo que se ha perdido. Y es que “…cómo progresivamente se ha ido desmoronando la confianza que la modernidad tenía en sí misma (…) cada vez es más evidente que, con los avances, también hay posibilidades de destrucción [debido a que] la razón ética del hombre quizá no ha crecido tanto, y entonces sucede que el hombre convierte su poder en poder de destrucción…”[45], lo que en el ámbito jurídico y político sería desgarradoramente actualizado por el orden jurídico del Estado nazi.
Gustav Radbruch, al referirse al Estado nazi, señalaría que el “positivismo, que podríamos compendiar en la lapidaria fórmula de ‘la ley es la ley’, dejó a la jurisprudencia y a la judicatura alemanas inermes contra todas aquellas crueldades y arbitrariedades que, por grandes que fueran, fuesen plasmadas por los gobernantes de la hora en forma de ley… [Así] el derrumbamiento del Estado nazi, basado en la negación del Derecho, coloca continuamente a la judicatura alemana ante preguntas que el caduco, pero aún vivo positivismo, no sabrá nunca contestar. He aquí algunas de ellas: ¿Deben mantenerse en vigor las medidas adoptadas en cumplimiento de las leyes raciales de Nuremberg? ¿Siguen teniendo validez jurídica, hoy, los actos de confiscación de las propiedades de los judíos, realizadas en su día al amparo del que era Derecho vigente en el Estado nazi? ¿Deberemos considerar firme y jurídicamente válida la sentencia por la que la judicatura del Estado nazi, a tono con la legislación vigente en él, condenó a muerte, como delito de alta traición, el simple hecho de escuchar una emisora de radio enemiga? (…) El positivismo jurídico heredado del pasado remitiríase, para contestar a todas estas preguntas o a cualquiera de ellas, a lo contenido en la ley…”[46]
No hay duda que el problema no es menor y que se gesta debido a que las ideas de Descartes provocarían un cambio sustancial en el proceder científico del hombre. En el mundo clásico, eran tres conceptos los que -interdependientes entre sí- marcaron el desarrollo de las ciencias: «theoria», «praxis» y «poiesis». La «theoria», que no era otra cosa que el conocimiento teórico, estaba dispuesta a la búsqueda de la verdad y sometida a ella, para lo cual postulaba «theorias»; por su parte, la «praxis» era el conocimiento práctico que se encontraba regido por la ética y la moral y en última instancia, los clásicos identificaban a la «poiesis» como el conocimiento pragmático que servía a la habilidad técnico-artesana, es decir, era todo proceso creativo pero sometido a una causa: la que justificaba convertir el no-ser al ser, el pasar -afirmaría el Estagirita- de la potencia al acto. Pero en todo caso, la interdependencia entre tales conceptos era fundamental: la «poiesis» (conocimiento pragmático) estaría sometida a la «praxis» (conocimiento práctico), y a su vez, la «praxis» estaría sometida por a la «theoria» (conocimiento teórico).
Muy por el contrario, en el mundo moderno, la pretensión de Descartes, tal y como ya lo hemos referido, posibilitó convertir a los hombres en dueños y poseedores de la naturaleza. De esta forma, la «theoria», la «praxis» y la «poiesis» no se delimitarían más, debido a que, como lo refieren los autores analizados, la verdad es incognoscible, siendo lo central en el proceso de conocimiento el sujeto cognoscente. Esta es la razón por la que las «theorias» ya no se encuentran sometidas a nada, sino sólo a un método científico que las compruebe, ergo, la «praxis», cuyo proceder se guiaba por una ética y una moral objetivas, pierde el norte, para guiarse ahora por tantas morales como seres humanos existan, lo que terminaría por convertir a la «poiesis» en el único conocimiento con importancia. Así, “las cuestiones prácticas son desprovistas de su carácter veritativo o abordadas desde una perspectiva técnico-estratégica.” [47]
Luego, si a lo anterior adherimos ese subjetivismo propio de la modernidad, esa auto-confirmación del «yo» y esa pretensión de que el hombre sea dueño y poseedor de la naturaleza, es muy lógico que entre “las características más destacadas de la época moderna se puedan encontrar las categorías típicas del homo faber: su instrumentalización del mundo, la declaración de su soberanía -que no libertad- que le lleve a considerar lo que le rodea como material que puede ser manipulado en beneficio propio, su desprecio por todo lo que no pueda ser reducido a principio de utilidad [y] la preferencia por lo artificial.”[48]
¿Y qué tiene que decir el derecho frente a esto? Pareciera que la modernidad jurídica le invita a quedar callado, debido a que tal y como lo hemos dicho, el positivismo jurídico le impide al intérprete cuestionarse por el contenido ético, moral o axiológico de la ley. No por nada nos relata Grossi que recuerda “con espanto cuanto escribía, en un reprochable paroxismo legalista, [su] maestro de derecho procesal civil, Piero Calmandrei, sobre la necesidad suprema de la obediencia incluso al precepto legislativo que produce horror al ciudadano común. Y de leyes que producen horror a nuestra conciencia moral -sigue afirmando Grossi- no está desprovisto, por desgracia, el siglo XX”[49], tal y como ya lo hemos relatado apelando líneas arriba a Gustav Radbruch.
 En vista de lo anterior, el problema de la inversión que sufrió la relación entre «theoria», «praxis» y «poiesis» es evidente[50] y consiste en advertir que “una confusa ideología de la libertad conduce a un dogmatismo que se está revelando cada vez más hostil para la libertad [al punto de que] ahora es válido el principio, según el cual, la capacidad del hombre consiste en su capacidad de acción. Lo que se «sabe hacer», se «puede hacer». Ya no existe un «saber hacer» separado del «poder hacer», porque estaría contra la libertad, que es el valor supremo. Pero el hombre sabe hacer muchas cosas, y sabe hacer cada vez más cosas; y si este «sabe hacer» no encuentra su medida en una norma (…) se convierte, como ya lo podemos ver, en poder de destrucción. El hombre sabe clonar hombres, y por eso lo hace. El hombre sabe usar hombres como almacén de órganos para otros hombres, y por ello lo hace; lo hace porque parece que es una exigencia de su libertad. El hombre sabe construir bombas atómicas y por ello las hace, estando, en línea de principio, también dispuesto a usarlas. Al final, hasta el terrorismo se basa en esta modalidad de auto-autorización del hombre…”[51]
Es por ello que coincidimos con Innerarity en que hemos “desentrañado uno de los aspectos que con mayor nitidez destacan a la modernidad sobre la filosofía anterior: la renuncia del hombre a entenderse a sí mismo como parte de la naturaleza. En el pensamiento clásico, la filosofía política giraba en torno a una noción finalista de la naturaleza; el hombre se sentía amparado por ella en su ser y en su obrar. [Sin embargo] con la pérdida del sentido teleológico de la naturaleza, tras la constitución de la imagen moderna del mundo -generalmente mecanicista- conocer se hace sinónimo de dominar algo extraño y condición necesaria de la autoposición de un sujeto que pretende liberarse de toda clase de supuestos. La consideración de una naturaleza desprovista de fines inmanentes deja el camino libre a un dominio ilimitado del hombre sobre el mundo.”[52]
  
C)  Las tres derrotas a las que nos orilla el paradigma moderno.

Una vez que hemos analizado lo que a nuestro parecer fueron las semillas que marcaron en los siglos XV, XVI y XVIII los inicios del paradigma moderno, ideas que a pesar de haber sido un muy tenue giro de timón, con el trayecto recorrido desde hace cinco siglos hasta nuestros días, terminaron por significar un distanciamiento muy profundo con la ruta construida durante más de veinte siglos por la filosofía clásica, estamos ahora en posibilidades de señalar los aspectos que sí marcan un rompimiento entre estas dos épocas, con el objeto de que podamos -enanos o no- advertir las tres derrotas filosóficas que la modernidad trajo consigo y que hoy nos impiden «encaramarnos en hombros de gigantes» u «ocupar ese lugar más elevado» que simbolizan en palabras de Bernardo de Chartres y de Luis Vives, la importancia del pensamiento del mundo clásico para la modernidad.
A modo de recapitulación, las derrotas identificadas son las siguientes:

c.1) Realismo clásico vs. Relativismo moderno: la derrota en el ámbito de la verdad.

La primera batalla se da en el campo del amor a la verdad. Suele ser la primera que se pierde. Como lo hemos advertido, mientras que en el mundo clásico el primer principio del que irremediablemente partía todo conocimiento (cualquiera que fuera su nivel de abstracción), era la evidencia del objeto y su esencia («objetivismo»), siendo el hombre capaz de saber lo que las cosas son y no son, es decir, capaz de conocer la verdad («realismo filosófico»), para el mundo moderno, el ser o las cosas se transformarían en objetos que son sometidos al pensar debido a que la cosa en sí es incognoscible, por lo que el ser de las cosas es sólo un ser percibido siendo lo determinante el sujeto cognoscente («subjetivismo»).
Así, el primer problema filosófico para los modernos sería el problema del conocimiento, ya que las cosas, más que conocidas, son pensadas («relativismo filosófico»). Lo fundamental ya no sería qué se conoce sino quién y cómo se conoce, transitando de lo real a lo racional, de la ontología a la lógica y gestándose así un idealismo absoluto y una cultura de la apariencia y de la simulación: antes del ser importará más el parecer. Aunado a ello, la vinculación entre democracia y relativismo producirían el defecto denominado como «democracia vacía», “la cual no se apoya ni en los valores ni en la verdad sino en los procedimientos”[53], es decir, “el hombre [comenzará a] redefinir los contenidos esenciales de la misma humanidad, considerando que no existe ninguna verdad acerca del bien del hombre que no sea producto del consenso social.”[54] De esta forma, “el relativismo aparece así, al mismo tiempo, como el fundamento filosófico de la democracia”[55], lo cual configuraría a la larga la denominada «falacia democrática», es decir, suponer que la verdad se encuentra en aquello que decida la mayoría.
 Las ideas que gestarían esta derrota del paradigma moderno serían principalmente las postuladas por Maquiavelo (la simulación como herramienta fundamental en el terreno político), Lutero (la razón, al ser la prostituta del diablo, es incapaz de conocer la verdad; el creyente puede construir sin dependencia de otro sus propios dogmas), y Descartes (cogito ergo sum).
Lo cierto es que la verdad, que es la propiedad del juicio respecto al ser, no es algo nominal sino real, es decir, es la conformidad de lo dicho o pensado con la realidad. Así, si lo real no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto, las características de la verdad son: (i) que es «una», ya que debido al principio de no contradicción se da la imposibilidad de la doble verdad; (ii) que es «integral», porque no existen grados en la verdad, aunque el acceso y la posesión de ella puedan ser graduales y perfectibles; y (iii) que es «inmutable», debido a que no cambia, lo que cambia es su percepción y su ahondamiento. Por ello es que, en honor a la verdad, tendríamos       que parafrasear a Cartesius para afirmar, en todo caso: «sum ergo cogito».

c.2) Optimismo antropológico clásico vs. Pesimismo antropológico moderno: la derrota en el ámbito de la confianza.

La segunda batalla tiene lugar en los terrenos de la confianza. Mientras que el planteamiento aristotélico, representativo del mundo clásico, afirmaba que lo propio del hombre con respecto de los demás animales es que él solo tiene la percepción de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto y por ello es considerado un ser capaz de conformar una sociedad natural sustentada en valores y principios pre-estatales y pre-jurídicos; para el mundo moderno sólo el pacto social, es decir, el paso del estado de la naturaleza al civil, es capaz de producir en el hombre la mutación necesaria que sustituya en su conducta el instinto por la justicia, y darle a sus acciones la moralidad que les faltaba antes.
Así, perdida la confianza en el hombre será necesaria la construcción -muy ad hoc a la tesis del homo faber- de una superestructura -el Estado- que le muestre, a través de sus reglas y leyes, la diferencia entre lo justo y lo injusto. De ahí que el derecho moderno dependa por completo del poder político que aparece como el mandato de un superior a un inferior, de una regla autorizada y autoritaria que terminará por  tener un costo altísimo: la pérdida de la dimensión sapiencial del derecho. El “derecho” (entendido como sinónimo de «ley») se construye a partir de un iuspositivismo ideológico, es decir, sobre la necesidad de una obediencia ciega a la “voluntad general”, incluso al precepto legislativo que produce horror al ciudadano común. El derecho deja de ser una dimensión desarrollada en el ámbito de la «auctoritas» -la norma era respetada porque se observaba algo valioso detrás de ella que era capaz de vincular las conciencias-, para trasladarse al terreno exclusivo de la «potestas» -la ley se obedece porque hay coacción-.
Las ideas que gestarían esta derrota del paradigma moderno serían principalmente las postuladas por Lutero (el hombre no posee libre albedrío ya que el pecado original devastó su naturaleza; el hombre se salvará sólo si es voluntad divina: nada puede hacer él al respecto), Hobbes (en el estado de naturaleza el hombre se convierte en el lobo del hombre; la buena inteligencia en los hombres sólo es posible tras el pacto social; es necesario que el hombre renuncie por completo, en beneficio del Estado, al derecho de gobernarse a sí mismo), y Descartes (no debemos dejarnos persuadir sino por la evidencia de la razón).

c.3) Homo sapiens vs. Homo faber: la derrota en el ámbito de la ciencia.

La tercera derrota es más grave porque ocurre ya en el mundo de la ciencia. Tal y como ya lo hemos advertido, mientras que en el mundo clásico la «poiesis» (conocimiento pragmático) estaría sometida a la «praxis» (conocimiento práctico), y a su vez, la «praxis» estaría sometida por a la «theoria» (conocimiento teórico), generándose una diferenciación entre el «saber hacer» y el «poder hacer»; en el mundo moderno la «theoria», la «praxis» y la «poiesis» invierten su nivel de importancia desvinculándose entre sí. La «theoria» sin verdad y la «praxis» sin ética, provocarían que la «poiesis» gobierne las ciencias sin parámetro alguno.
Se adormece así al homo sapiens para despertar al homo faber, cuya capacidad consiste en su capacidad de acción, no de reflexión. Lo que se «sabe hacer», se «puede hacer», no existiendo un «saber hacer» separado del «poder hacer»: si el hombre sabe clonar hombres, puede clonarlos. El «saber hacer» no encuentra su medida en norma alguna y se convierte, como ya lo ha podido constatar la historia, en poder de destrucción. Instrumentalizado el mundo, declarada la soberanía del hombre sobre todo lo que lo rodea, material que puede ser manipulado en su beneficio y entronizado el principio de utilidad en todas las ciencias («utilitarismo»), cuyo objetivo es reducir lo verdadero a lo útil: si es útil y posible, ¡hazlo!, el hombre ha renunciado así a entenderse a sí mismo como parte de la naturaleza y se ha erigido en dueño y señor de la misma.
Lo grave es que, perdida esta última batalla, al hombre ya sólo le quedan dos caminos: engañarse a sí mismo creyendo que ha triunfado y que ha progresado, o retomar el rumbo de aquellos gigantes que, durante más de veinte siglos, desarrollaron una filosofía que continúa hoy con vigencia innegable a pesar de que muchos enanos insistan en negarlo.

Francisco Vázquez Gómez Bisogno.


[1] Para efectos del presente análisis entenderemos por «mundo clásico» aquel universo configurado a partir del pensamiento filosófico en la época clásica y el Medioevo (siglo V a.C. - 1453, año en que cayó Constantinopla, capital del Imperio Romano de Oriente); y por «Modernidad» al pensamiento filosófico construido en la época moderna y contemporánea (siglo XV d.C. - hasta nuestros días).
[2] Citado por Carmona Fernández, Fernando, La mentalidad literaria medieval. Siglos XII y XIII, Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 2001, p. 44, http://books.google.com.mx/
[3] Reale, Miguel, Introducción al Derecho, Madrid, Ediciones Pirámide, s.a., p. 51.
[4] El  historiador y filósofo de la ciencia estadounidense Thomas Khun, señala que los «paradigmas» son “realizaciones científicas universalmente reconocidas, que, durante cierto tiempo proporcionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica [es decir] el paradigma es aquello que comparten los miembros de una comunidad científica en particular.” (Véase Kuhn, Thomas S., La estructura de las revoluciones científicas, Breviarios del Fondo de Cultura Económica, 2006.
[5] Reale, Miguel, Introducción al Derecho, op. cit., p. 51.
[6] Cfr. Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, Madrid, Ediciones Rialp, 1990, p. 15.
[7] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, trad. de Manuel Martínez Neira, Madrid, Trota, 2003, p. 17
[8] El Estagirita señalaba que “…si las personas no son iguales, no tendrán cosas iguales…”  (Véase: Aristóteles, Ética Nicomaquea, 17ª ed., trad. de Antonio Gómez Robledo, México, Porrúa, 1998, colección “Sepan cuantos…”, p. 61.)
[9] Diccionario de la Lengua Española, Vigésima segunda edición, Real Academia Española, http://buscon.rae.es/draeI/
[10] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, op. cit, p. 27
[11] Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, op. cit., pp. 15-17.
[12] Ibídem, pp. 13-20.
[13]  cfr. Vigo, Rodolfo Luis, “Neoconstitucionalismo y realismo jurídico clásico como teorías no-positivistas”, (en prensa).
[14] Maquiavelo, Nicolás, El príncipe, Valladolid, Ed. Maxtor, 2008, p. 150.
[15] Ibídem, pp. 139 y 143.
[16] Ibídem, p. 149.
[17] Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, op. cit., p. 77.
[18] Ia. IIae, q. 95, a. 2, c.
[19] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, op. cit, pp. 36 y 37.
[20] Obras, Edición Erlangen, v. 16, pp. 142-8
[21] Lutero, Martín, De servo arbitrio, cap. VII, http://www.escriturayverdad.cl
[22] Ídem.
[23] Ibídem, cap. VI.
[24] Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, op. cit., p. 25.
[25] Ibídem, p. 26.
[26] Ibídem, pp. 25 a 27.
[27] Ibídem, p. 24.
[28] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, op. cit, p. 49.
[29] Íbidem, p. 50.
[30] Hobbes, Thomas, Leviatán, 2ª ed., trad. de Manuel Sánchez Sarto, México, FCE, 1980, p. 106.
[31] Íbidem, pp.137 y 141.
[32] Íbidem, p. 141.
[33] El estagirita señalaba que: ““…la mejor manera de ver las cosas, en esta materia al igual que en otras, es verlas en su desarrollo natural y desde su principio (…) el hombre es por naturaleza un animal político (…) el por qué sea el hombre un animal político, más aún que las abejas y todo otro animal gregario, es evidente. La naturaleza -según hemos dicho- no hace nada en vano; ahora bien, el hombre es entre los animales el único que tiene palabra (…) la palabra está para hacer patente lo provechoso y lo nocivo, lo mismo que lo justo y lo injusto; y lo propio del hombre con respecto de los demás animales es que él solo tiene la percepción de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto…” (Véase Aristóteles, La Política, op. cit., p. 158).
[34] Hobbes, Thomas, Leviatán, cap. XXVI, p. 217.
[35] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, op. cit, p. 16.
[36] Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, Londres, s.e., 1832, pp. 28-29.
[37] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, op. cit., p. 17.
[38] El filósofo francés señaló: “Cuando digo que el objeto de las leyes siempre es general, quiero decir que la ley considera a los súbditos como un cuerpo y a las acciones en abstracto; nunca a un hombre como individuo ni a una acción en particular (…) Aceptado esto, es fácil de ver que ya no hay necesidad de preguntar a quien corresponde hacer las leyes en atención a que éstas son actos de la voluntad general; ni si el príncipe es superior a ellas, sabiendo que es miembro del Estado; ni si la ley puede ser injusta, puesto que nadie es injusto consigo mismo; ni como uno puede ser libre y sometido a las leyes, puesto que éstas no son más que los registros de nuestra voluntad.” (Véase Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, op. cit., cap. VI)
[39] Descartes, René, Discurso del método, cap. IV, http://www.weblioteca.com.ar
[40] Ibídem, cap. II y IV.
[41] Ibídem, cap. II.
[42] Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, op. cit., pp. 18-19.
[43] Ibídem, pp. 21-22.
[44] Ibídem, p. 20.
[45] Ratzinger, Joseph, La sal de la tierra: cristianismo e Iglesia Católica ante el nuevo milenio: una conversación con Peter Seewald, 5ª ed., trad. de Carla Arregui Núñez, España, Palabra, 2005, p. 28.
[46] Radbruch, Gustav, Introducción a la Filosofía del Derecho, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE, 1951, pp.178-180, http://books.google.com.mx/
[47] Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, op. cit., p. 147.
[48] Ibídem, p. 146.
[49] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, op. cit., p. 22.
[50] Esta problemática ha venido haciéndose patente, una y otra vez, al punto de que no habría más que apelar a la reciente crisis financiera global, la cual -afirma Joseph Ratzinger- “ha mostrado claramente la inadecuación de soluciones pragmáticas y a corto plazo relativas a complejos problemas sociales y éticos. Es opinión ampliamente compartida que la falta de una base ética sólida en la actividad económica ha contribuido a agravar las dificultades que ahora están padeciendo millones de personas en todo el mundo. Ya que toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral, igualmente en el campo político, la dimensión ética de la política tiene consecuencias de tal alcance que ningún gobierno puede permitirse ignorar.” (Véase: Benedicto XVI, Discurso en Westminster Hall-City of Westminster, Viaje apostólico al Reino Unido, 17 de septiembre de 2010, http://www.vatican.va/).
[51] Ratzinger, Joseph, La última conferencia de Ratzinger: Europa en la crisis de las culturas, 1 de abril de 2005, Pronunciada en el monasterio de Santa Escolástica en Subiaco al recibir el premio «San Benito por la promoción de la vida y de la familia en Europa».
[52] Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, op. cit., pp. 33-34.
[53] Ratzinger, Joseph, Verdad, Valores, Poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, 4ª ed., trad. de José Luis del Barco, Madrid, Ediciones Rialp, 2005, p. 88
[54] Lucas Lucas, Ramón, Horizonte vertical. Sentido y significado de la persona humana, 2ª reimpresión, Madrid, BAC, 2010, p. 195.
[55] Ratzinger, Joseph, Fe, verdad y tolerancia: el cristianismo y las religiones del mundo, trad. de Ruiz Garrido, Salamanca, Ediciones Sígueme, 2005, p. 105.