Apuntes para la reconstrucción de un concepto humanista de Constitución
I.
PLANTEAMIENTO GENERAL.
“…con
el humanismo jurídico hemos llegado a un momento intenso de fractura con
respecto de las certezas medievales, hemos llegado -dicho
de otra manera-
no al último acto de una historia pasada, sino al primero (o a los primeros) de
una historia nueva.”[1]
Paolo Grossi
Hablar de Constitución y Humanismo podría parecerle a
muchos una tautología sobre la cual absurdo resultaría pronunciarse. Si los
motivos de la lucha por el constitucionalismo fueron las más básicas
libertades del ser humano, y si el humanismo es “…una medida nueva de
las relaciones entre el sujeto y el mundo, [es decir] una renovación
antropológica (…) lo cual se produce también en el terreno de la ciencia del
derecho…”[2],
es evidente que Constitución y Humanismo resultan conceptos
que no pueden (o no deberían) desasociarse, ya que hablar de Constitución sólo tiene
justificación cuando se habla de la persona y sus derechos.
Sin embargo, debido a que el paradigma del saber jurídico según el
modelo decimonónico era el científico, la “evolución” del concepto de Constitución
se dirigió -precisamente- por derroteros
cientificistas[3],
convirtiendo así un concepto de contenido genuinamente humanista, en un
conjunto de conocimientos sistemáticamente estructurados dirigidos a limitar el
poder del Estado, y olvidando en cierta medida su premisa fundamental: que la persona y sus derechos
son el centro y eje, causa y fin de todo el ordenamiento jurídico.
Debido a lo anterior, quizá
parezca extraña la pretensión de reconciliar los dos términos aludidos, máxime cuando
es evidente que hoy más que nunca todos hablan de la persona y sus derechos. Sin
embargo, a pesar de que los grandes debates contemporáneos sean sobre los
derechos, el trasfondo humanista que debiera poseer el concepto de Constitución
a veces parece extraviado. Por mencionar sólo un ejemplo, resulta
paradigmático de lo anterior el Recurso de Amparo plateado ante el Tribunal
Constitucional Federal alemán en el que se debatió sobre el concepto de «dignidad humana», la cual resulta fuente misma del humanismo. Veamos.
Comencemos por recordar que de acuerdo al
artículo 79.3 de la Ley Fundamental de de la República Federal Alemana de 1949,
será ilícita toda reforma constitucional en virtud de la
cual se afecte la división de la Federación en Estados, los fundamentos de la
cooperación de los Estados en la potestad legislativa, o los principios
establecidos en los artículos 1° y 20.
Por su parte, el artículo 1° dispone que: “1. La dignidad del hombre es sagrada y constituye
deber de todas las autoridades del Estado su respeto y protección. 2. El pueblo
alemán reconoce, en consecuencia, los derechos inviolables e inalienables del
hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en
el mundo. 3. Los derechos fundamentales que se enuncian a continuación vinculan
al Poder Legislativo, al Poder Ejecutivo y a los tribunales a titulo de derecho
directamente aplicable.”
Así, es claro que de acuerdo a dicha Ley
Fundamental, el Poder constituyente originario de aquel país determinó que la
dignidad humana sería un límite material expreso para el Poder de revisión
constitucional, configurándose tal determinación en una cláusula de
intangibilidad con un efecto práctico concreto: ninguna reforma
constitucional podrá vulnerar la dignidad humana. En base a la lógica
apuntada, la Segunda Sala del Tribunal Constitucional Federal, en un caso sobre
escuchas telefónicas resuelto por sentencia BVerfGE 30, 1 fechada el 15 de
diciembre de 1970, fue claro al señalar que:
“El que el Art. 1 de la Ley
Fundamental, conocido como el principio de la inalienabilidad de la dignidad
humana, no pueda ser modificado mediante una reforma constitucional, tal y como
lo dispone el Art. 79, párrafo 3 de la Ley Fundamental, dependerá ante todo de
las circunstancias en las cuales se considere violada la dignidad humana.
Evidentemente esto no se puede establecer en forma general, sino siempre
atendiendo al caso concreto. Las fórmulas generales, como la que prevé que los
seres humanos no puedan ser degradados al ser tratados por el poder estatal
como un simple objeto, establecen las directrices que sirven para determinar
los casos en los que se da una violación a la dignidad humana. [Sin
embargo, no] pocas veces el ser humano se vuelve un simple objeto (…) del
derecho (…) La violación de la dignidad humana no se da por esta sola razón. Se
debe añadir (…) que en el tratamiento dado en un caso concreto exista una
desvalorización arbitraria de la dignidad humana…”[4]
La confrontación en el tribunal se generó,
precisamente, en cuanto al alcance y contenido que la mayoría le dio al
concepto de dignidad humana, debido a que la mayoría terminaba por
resolver que no pocas veces el ser humano se vuelve un simple objeto del derecho y que la violación de la dignidad
humana no se da por esta sola razón. Así, en el voto particular de la
minoría, los magistrados Geller, Dr. Von Schlabrendorff y Dr. Rupp, señalaron
que:
“Para responder a la pregunta
de lo que significa ‘dignidad humana’, uno debe guardarse de entender esta
patética expresión exclusivamente en su sentido más elevado, es decir, aquel
que considera que la dignidad humana únicamente se vulnera cuando el trato
otorgado por el poder público [sea] expresión de
desprecio del valor del que goza el ser humano por el hecho de ser persona (…)
Si se hace esto, entonces se reduciría al Art. 79, párrafo 3 de la Ley
Fundamental a la prohibición de reintroducir, por ejemplo, las torturas, la
picota, y los métodos del Tercer Reich. Una restricción tal, sin embargo, no
corresponde a la concepción y al espíritu de la Ley Fundamental.”[5]
En pocas palabras, el concepto de dignidad
humana no fue para la minoría un concepto que pudiera relativizarse al caso
concreto, por lo que nunca será permitido tratar al ser humano como objeto, ya
que debe ser considerado fin del Derecho. En esta línea, Rodolfo Luis Vigo,
parafraseando a Jesús Ballesteros, ha insistido en no olvidar la antigua
enseñanza condensada en el adagio «hominis causa omne ius constituitur», la
cual se opone a la visión instrumental del derecho que responde a la visión del
mundo como simple material de trabajo, y del hombre como puro constructor de
herramientas, lo que en opinión de Heidegger supone la culminación misma del
materialismo, la degradación de la realidad y del hombre mismo.[6]
Pero más allá de la
disputa, la cual ha sido objeto de diversos estudios doctrinales[7],
nos parece que este tipo de precedentes dejan ver que a pesar de que hoy es
claro que hablar de Constitución implica necesariamente hablar de la
persona y sus derechos, el tema no resulta pacífico cuando lo que subyace
detrás del concepto que de Constitución se pueda tener, no existe
claridad en torno al alcance y significado de la afirmación previamente
mencionada, misma que, debido a la falta de claridad, debería más bien ser
colocada entre signos de interrogación: ¿la persona y sus derechos son el centro y eje, causa y fin de todo
ordenamiento jurídico? Debido
a esto, ¿podrá afirmarse hoy que existe una concepción humanista de
Constitución cuándo no existe siquiera una definición contundente al respecto?,
o dicho de otra manera, un Estado que permita que el ser humano sea objeto del
Derecho, es decir, medio para la realización de otros fines, ¿tendrá una
concepción humanista de Constitución?
Signos de esa
indefinición se presentan hoy en México. Así por ejemplo, al aprobarse en junio
de 2011 las dos más importantes reformas en materia de derechos humanos y de amparo
a la Constitución de 1917, se han propiciado -como era lógico esperar- un sinnúmero de debates muy
interesantes en torno a las mismas. Sin embargo, en ese ánimo cientificista aún
presente en la postmodernidad, los grandes desiderátums se han generado
en torno al ¿cómo?, y ¿cuándo?, pero obviando -intencional o
negligentemente-
el debate en torno al ¿qué?, ¿por qué?, y ¿para qué?, es decir,
por pretender sistematizar la nueva y tan anhelada reforma, hemos perdido de
vista su sustancia, su esencia, sus implicancias. En pocas palabras, no hemos
reparado lo suficiente en el análisis de los mensajes no escritos, en los
mandatos implícitos de las enmiendas, olvidando así el arte milenario de «leer
entrelíneas», habilidad necesaria si se parte de que cualquier Constituyente
o Legislador, por infalible que éste sea, no lo puede decir/escribir todo, por
lo que tal y como lo sostenía Confucio, debe elegir las mejores palabras, es
decir, aquellas que encierren
un profundo significado y, simultáneamente, resulten comprensibles para todo el
mundo.
Luego, parecería incuestionable que ante este tipo de enmiendas deba dejarse
de lado cualquier minimalismo jurídico a fin de entender y comprender, con toda
la amplitud de la que seamos capaces, los mensajes implícitos del Órgano
revisor de la Constitución.[8] Así por ejemplo, al
momento en que el Constituyente permanente mexicano decidió colocar a los derechos
humanos (no garantías individuales) como la piedra angular del Estado,
señalando que todas las personas gozarán de aquellos reconocidos (no
otorgados) en la Constitución y en los tratados internacionales, y que tales derechos
deben interpretarse de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia,
indivisibilidad y progresividad, favoreciendo en todo tiempo a
las personas la protección más amplia (principio pro persona), y
adicionando nuevas instituciones procesales al juicio de amparo, tales como el interés
legítimo, la declaratoria general de inconstitucionalidad, el amparo
adhesivo, el principio pro actione, etc., resulta obvio -al menos para mí- que todos los temas que se relacionen con los derechos humanos y el
amparo desde ahora deben mirarse con una perspectiva lo más humanista posible.
La decisión axiológica fundamental tomada por el Órgano revisor de la
Constitución mexicano en junio de 2011, consistente en colocar en el centro del
Estado a la persona y sus derechos, y estableciendo las bases para la
refundación del juicio de amparo, no es otra cosa que un reconocimiento de que
la dignidad humana es, y debe ser vista desde ahora, como una realidad
pre-jurídica colocada en un plano anterior, superior y exterior al propio
Estado y a la sociedad que lo integra. De esta forma, tal y como lo señala el
Tribunal Constitucional peruano, es claro que:
“La dignidad de la persona trae
(…) consigo la proyección universal, frente a todo tipo de destinatario, de los
derechos [humanos], de modo que no hay ámbito social
exento del efecto normativo y regulador de los mismos, pues de haber alguno,
por excepcional que fuese, se negaría el valor normativo del mismo principio de
dignidad. En consecuencia, los derechos [humanos] vinculan, [y] detentan
fuerza regulatoria en [todas] las relaciones jurídicas…”[9]
Es por ello que, tomando en consideración que la Constitución mexicana
de 1917, para marzo de 2012, ya ha sufrido 533 enmiendas, no exagero si
parafraseando al astronauta Armstrong, afirmo de forma similar a cómo él lo hizo
en 1969 respecto de la llegada del hombre a la luna, que las reformas de
derechos humanos y de amparo son un pequeño paso para nuestro
texto constitucional, pero un gran salto para el constitucionalismo
mexicano, debido a que las mismas nos obligan a rescatar un concepto que
parecía olvidado: el humanismo jurídico. Tal olvido se debe quizá a que muchos pensadores fueron erráticos al considerar al humanismo jurídico
como una simple reacción a los conocimientos medievales, sin advertir -como lo hace Paolo Grossi- que “…lejos de
quedarse encerrado en los términos históricos de los siglos XV y XVI en que se
manifestó, [el humanismo jurídico] tendrá un influjo decisivo en el
desarrollo de los siglos siguientes, y contribuirá a plasmarlos.”[10]
Luego, si el humanismo jurídico “…es asumido como una actitud
intelectual que se deslinda de la limítrofe postura positivista engendrada en
la modernidad, donde el derecho y toda la ciencia jurídica debe enmarcarse bajo
los parámetros de la ley y la legalidad, dejando a un lado cualquier
manifestación jurídica que se da al exterior del ámbito estatal”[11],
es que considere necesario reflexionar sobre el concepto e idea que de Constitución
se ha gestado, máxime que los derechos humanos nos obligan, no a la
generación de un simple “cambio” en el quehacer jurídico a través de las
mismas concepciones añejas, sino que, por el contrario, estamos llamados a
construir una verdadera y profunda mutación de los paradigmas con los que hasta
ahora veníamos entendiendo el Derecho y lo jurídico.
Pero, ¿para qué debemos mudar los paradigmas jurídicos? Para responder esta
interrogante quizá sirva mencionar, sólo a modo de ejemplo, algunas
afirmaciones formuladas por Rodolfo Luis Vigo que, al ser tan provocativas como
sugerentes, nos permiten vislumbrar a qué nos referimos; veamos: (i) los
derechos humanos no son normas jurídicas; (ii) los derechos
humanos no permiten una aplicación silogística directa; (iii) los
derechos humanos no permiten la utilización de los métodos interpretativos
típicos; (iv) los derechos humanos no se entienden con un saber
meramente científico; (v) los derechos humanos resisten las
visiones juridicistas; (vi) los derechos humanos desbordan y
alteran la nómina y noción de fuente del derecho; (vii) los
derechos humanos internacionalizan el derecho; (viii) los derechos
humanos tensionan la seguridad en aras de la equidad; en suma, (ix) los
derechos humanos se tornan decisivos e importantes desde teorías no
positivistas.[12]
No cabe la menor duda que la comprensión de tales afirmaciones requiere,
al menos de inicio, la mutación profunda de los paradigmas con los que veníamos
entendiendo el Derecho y lo jurídico, por lo que, atendiendo a que los derechos
humanos son quizá la materia más constitucional de todas, es decir, son ejemplo
vivo de la constitucionalidad de la Constitución[13], pues nos obligan a la
reconstrucción de un concepto de Constitución lo más humanista posible.
II.
PRECISIÓN METODOLÓGICA.
A fin de cumplir el cometido que me he propuesto, lo que haré será
analizar brevemente algunos de los conceptos más representativos e ilustrativos
que, desde la óptica de la teoría constitucional, se han postulado del concepto
e idea de Constitución. Con ello, intentaré identificar sus virtudes así
como advertir sus falencias, todo ello encaminado y dirigido a la postulación
de un concepto que responda a la nueva realidad apuntada. Ahora bien, en aras
de la brevedad anticipada, y con el objeto de no “perdernos” en la
revisión de teorías y doctrinas lo suficientemente elaboradas, profusas e
interesantes, realizaremos el análisis de las diversas concepciones de Constitución
a partir de la noción de «minĭmus constitucional»[14]. Cuando se apela al minĭmus constitucional, se hace alusión al
contenido constitucional mínimo que puede llegar a tener la Constitución,
es decir, aquello que hace a una Constitución ser eso y no otra cosa, o
dicho de otra manera, aquello sin lo cual algo no podría identificarse con el
concepto de Constitución.
De esta forma, al preguntarnos por el minĭmus constitucional deberemos
preguntarnos por la finalidad que cada uno de los juristas que analicemos le
atribuyó a la Ley Fundamental, a sabiendas de que la respuesta que obtengamos
nos permitirá identificar la más genuina y básica concepción que éstos tenían
(o tienen) de la misma. Veamos.
III.
LA CONSTITUCIÓN COMO FUENTE DE FUENTES.
Kelsen señalaría que la Constitución es el fundamento del Estado,
atribuyéndole una finalidad que a nuestro parecer resulta muy limitada, ya que
sostiene que su propósito es ser “…la base del orden jurídico (…) un
principio donde se expresa jurídicamente el equilibrio de fuerzas políticas en
un momento determinado, es la norma que regula la elaboración de leyes, de las
normas generales en ejecución de las cuales se ejerce la actividad de los
órganos estatales, tribunales y autoridades administrativas. [Y concluye
que] esta regla de creación de las normas jurídicas esenciales del estado,
de determinación de los órganos y del procedimiento de la legislación, forma la
Constitución en sentido propio, originario y estricto del término.”[15]
Sin duda es importante que la Constitución atienda a tal
finalidad, pero limitándonos a ella, es decir, concibiendo a la Constitución
únicamente como un instrumento de racionalización y ordenación, el fin al que
podremos aspirar es a que la Constitución organice y sistematice la realidad
social y política.
La visión kelseniana de la Constitución la concibe como la norma
normarum o grundnorm del sistema jurídico, y por ello es que deba ubicarse en la cúspide de
la pirámide normativa, por lo que el minĭmus constitucional que debe
poseer es lo siguiente: (i) los principios generales del derecho
penal, civil, mercantil, tributario, administrativo; (ii) una
nómina clara de las normas sobre la producción jurídica; y (iii)
procedimientos previstos para la reforma constitucional.
IV.
LA CONSTITUCIÓN COMO TÉCNICA DEL PODER.
De manera diversa, pero con resultados similares en cuanto a lo
limitado de la concepción, André Hauriou señalaría que el derecho constitucional
es el conjunto de “…reglas jurídicas según las cuales se establece, ejerce y
transmite el poder político…”[16], lo
que sin duda nos orilla a concebir a la Constitución con una visión
estatista, cuya finalidad es servir de instrumento para la realización de una
adecuada técnica del poder.
Con tal visión estatista de la Constitución, el minĭmus
constitucional deberá pasar por temas como: (i) las reglas de
la administración pública; (ii) las reglas relativas a las
relaciones entre poderes; (iii) los mecanismos en base a los
cuales se designan a los altos funcionarios y se suplen las faltas absolutas en
la titularidad de los órganos de poder; y (iv) una nómina clara y
detallada de las facultades de cada órgano de poder, entre otros.
Lo limitado de esta concepción estriba en que nos dice mucho del poder
y su ejercicio, pero nos dice muy poco de la persona y sus derechos. Este es el
claro ejemplo de una concepción que olvidó en contenido genuino del concepto de
Constitución.
V.
LA CONSTITUCIÓN COMO INSTRUMENTO DE CONTROL.
Otros tratadistas como Manuel de Aragón, circunscriben el concepto de
Constitución en el de control, afirmando que “…al margen de cualquier tipo
de objetivaciones, hablar de la Constitución tiene sentido cuando se le concibe
como un instrumento de limitación y control al poder…”[17], lo
que nos hace pensar que el contenido constitucional mínimo en base a esta
concepción debería ser: (i) un mecanismo para evitar la
concentración del poder, y (ii) una nómina de garantías
constitucionales a través de las cuales los ciudadanos se puedan defender se
los abusos de autoridad.
Lo sobresaliente de esta última concepción es que, con ella, se
comienza a gestar una concepción de la Constitución más acorde a su
origen y naturaleza, ya que la pregunta obvia ante conceptualizaciones de este
tipo sería: ¿para qué limitar y controlar?
Con un agudo sentido común, Pereira Menaut señalará que “…para
conocer la finalidad de la Constitución sería conveniente seguir el criterio de
preguntárselo a los padres fundadores del constitucionalismo [de la
siguiente manera] ¿Por qué se movían las guerras y revoluciones en nombre de
la Constitución? ¿Por qué decían ‘Constitución o muerte sea nuestra divisa’ los
liberales románticos españoles?, [y concluye Pereira Menaut] Si pudieran respondernos nos dirían que,
desde luego, no era un documento legal formalmente ordenado y fundamentador por
el que (…) daban incluso sus vidas.”[18]
De esta forma y retomando
la interrogante planteada de para qué limitar y controlar el poder, podremos
encontrarnos concepciones de Constitución que nos acercan más a sus
orígenes y a su naturaleza: la defensa de los derechos y libertades del hombre.
El tratadista alemán C. J. Friedrich será uno de los doctrinarios que
defenderían esa concepción, al decir que “…si preguntamos cuál es la función
política de una constitución, encontraremos que el objetivo nuclear de la misma
estriba en la salvaguarda de cada miembro de la comunidad política en tanto que
persona, que ser humano (…) La Constitución está dispuesta para proteger el yo
(…) pues éste constituye el valor primero y último.”[19]
Sin duda este tipo de concepciones nos alejan de aquella técnica del
poder de la que hablaba Hauriou, y nos acercan, como bien dice Fix-Zamudio, a
una técnica de la libertad.
VI.
LA CONSTITUCIÓN COMO TÉCNICA DE LIBERTAD.
De hecho, otro de los autores que siguieron la línea anterior fue el
profesor ruso Mirkine Guetzevitch, quien postulaba al derecho como técnica de
libertad, al decir que “…la técnica constitucional tiene sus métodos, sus
procedimientos; pero no constituye un fin. La técnica constitucional es
solamente un medio. El derecho constitucional es solamente un procedimiento
para asegurar la libertad política; y la técnica constitucional es la técnica
de la libertad. La democracia resulta en el derecho público moderno un
postulado y un criterio.” [20]
En este sentido, conforme a esta concepción más humanista de Constitución,
debemos decir que el minĭmus constitucional deberá pasar por temas como:
(i) catálogo de derechos fundamentales enunciados clara y
concretamente; (ii) reglas en torno a la relación entre los
órganos de poder y el pueblo; y (iii) garantías constitucionales
que sirvan de protección a los derechos fundamentales.
VII. HACIA UN
CONCEPTO HUMANISTA DE CONSTITUCIÓN.
Así las cosas, y a efecto de ir definiendo una postura en torno al
contenido mínimo que debe poseer toda Constitución, y con ello, acercarme
a la posibilidad de postular un concepto que armonice todos los elementos antes
descritos, preliminarmente afirmaré que “…tanto el crudo realismo del poder
como la simpática posición a favor de la libertad, (…) tienen en parte razón,
pues lejos de ser exclusivas son correlativas, ya que el derecho constitucional
es esencialmente la técnica de conciliación de la libertad y del poder en el
marco del Estado.”[21] De
hecho, a esa conciliación entre la técnica del poder y la técnica de la
libertad hoy puede definírsele en un solo concepto: «democracia».
No por nada a la denominación actual de Estado constitucional de
Derecho se le ha acompañado del calificativo de democrático, lo que
precisamente debe hacernos recordar que “…la democracia implica, por
esencia, respeto a la dignidad humana, [pero no debemos olvidar que] democracia
es libertad y derecho simultáneamente; o en otras palabras, la autonomía
individual contribuye a fortalecer la democracia de acuerdo con las normas del
orden jurídico. Sin derecho no existe la posibilidad de libertad ni de
democracia”[22],
razón suficiente para que la
Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) afirme, al referirse al «mínimo vital», que el “…derecho busca garantizar que la persona
-centro del ordenamiento jurídico- no se convierta en instrumento de otros
fines, objetivos, propósitos, bienes o intereses, por importantes o valiosos
que ellos sean.”[23]
Es en base a esta concepción humanista
de Constitución, que considere
que así como las cosas más importantes en la vida de un individuo, no se ven,
sino que por el contrario se sienten, se perciben, la Constitución debe ser susceptible de experimentarse, de reflejarse
en la vida común de las personas. Así por ejemplo, es claro que las sesiones
del Legislativo o la resolución de controversias limítrofes en nada mejoran la
calidad de vida del pueblo, razón por la cual debemos comenzar por aceptar que,
partiendo de un humanismo jurídico, hay partes en la Constitución que son más constitucionales que otras (más humanas),
porque son esas partes las que le permiten al pueblo vivir con libertad,
entender el sentido de la responsabilidad y luchar por su felicidad.
No por
nada el doctor Vázquez Gómez, al aceptar la mañana del 17 de abril de 1910 la
candidatura a la Vicepresidencia de la República mexicana por parte del Partido
Anti-reeleccionista, manifestaba que “…un pueblo sin ideales (…) no debe existir.
¿Por qué son necesarios estos ideales? Porque ellos tienen la valiosísima
propiedad de reunir a todos los hombres [y] hacernos comprender que hay un
ideal supremo que nos reúne, y que ese ideal es la felicidad de la patria. Y
esta aspiración, que tiene el mágico poder de hacer olvidar las penas y los
intereses de cada uno, borra también esa división artificial de las clases,
hace desaparecer el interés mezquino de los negocios y no alienta el orgullo
infundado de las diferentes categorías…”[24]
Así, el cumplimiento de esos ideales, de esas
partes en la Constitución son las que
posibilitan que los ciudadanos, quizá implícitamente, refrenden diariamente su
deseo de vivir en sociedad. Pensarlo de otra forma sería tanto como decir que
la Constitución es para el Estado y
su pueblo lo que unos binoculares son para un ciego: nada.
Por ello
la Constitución debe ser no solo
limitación, estructura y organización del poder, sino que debe orientar el
actuar de los ciudadanos y las autoridades. Sus grandes pinceladas, su
ideología, su axiología, sus valores y principios deben guiar no solo las
sentencias de los tribunales, sino el actuar de las personas que han decidido
vivir en sociedad.
Luego, pudiéramos
concluir que una concepción equilibrada, pero sobre todo, una concepción humanista de la Constitución, es aquella que es entendida como «el conjunto de valores, principios y normas base del orden jurídico (Kelsen),
y que al ser esencialmente la técnica de
conciliación entre la técnica de la libertad y la técnica del poder en el marco
del Estado, debe servir como instrumento de limitación y control al poder (de
Aragón), disciplinando la forma según la
cual el poder se establece, ejerce y transmite (Hauriou) con el primordial objeto de salvaguardar a cada miembro de
la comunidad política (Friedrich) reconociendo, garantizando y
protegiendo sus derechos y libertades (Guetzevich) a fin de
que la persona -centro
del ordenamiento jurídico-
no se convierta nunca en instrumento de otros fines, objetivos, propósitos,
bienes o intereses, por importantes o valiosos que ellos sean (SCJN[25])».
VIII.
LA PRAXIS DE LA CONCEPCIÓN HUMANISTA
DE
CONSTITUCIÓN
La definición hasta ahora
construida puede ser considerada de corte humanista debido a que, en el
fondo de la noción, subyace una finalidad esencial que consiste, palabras más,
palabras menos, en que todos los mecanismos, procedimientos, garantías,
controles, equilibrios, frenos, contrapesos y demás instrumentos que pueda
aportar la ingeniería constitucional[26],
deban estar -directa
o indirectamente- al
servicio de la persona. En definitiva, el Estado constitucional sólo tiene
justificación si se pone al servicio del ser humano y sus derechos. Así por
ejemplo, resulta ilustrativa la invitación que nos hace la Constitución
ecuatoriana de 2008, marcando un nuevo rumbo para el Estado constitucional al
hablar del Estado de derechos y justicia. Este nuevo paradigma,
que implica un reto para el Estado constitucional hasta ahora conocido, ha
comenzado a construirse a partir de la aprobación de la Constitución
ecuatoriana de 2008, en la cual se señala lo siguiente:
Artículo 1.- El Ecuador es un
Estado constitucional de derechos y justicia, social, democrático, soberano,
independiente, unitario, intercultural, plurinacional y laico. Se organiza en
forma de república y se gobierna de manera descentralizada.
Así, el cambio
de «Estado de Derecho» a «Estado de derechos», va más allá del
simple cambio formal en las palabras, debido a que rescata el lado humano del
Estado mismo. La propia Corte Constitucional de aquel país ha señalado que:
“En términos
estrictamente científicos, propios de la teoría de la interpretación
constitucional, no se trata de cambios meramente lingüísticos. Esa primera
mención constitucional, de declarar al Ecuador dentro del paradigma del
neoconstitucionalismo latinoamericano, implica toda una revolución conceptual y
doctrinaria. Rectamente entendido, el Estado Constitucional de Derechos implica
a una reformulación, desde sus bases hasta sus objetivos más elevados y
determinantes de lo que es el Derecho en su naturaleza y génesis, en su
interpretación y aplicación, incluyendo las fuentes, la hermenéutica, el rol
del Estado en el ordenamiento jurídico, las conexiones con la sociedad civil en
democracia, la interpretación del orden jurídico con el internacional y otros
vectores de semejante importancia.
(…)
“De ese nuevo
paradigma, es elemento sustancial, la mayor independencia de los derechos con
respecto al Estado, a la ley y a la soberanía. Esta es la única manera de hacer
prevalecer la justicia, postulado que debe regir en el orden normativo interno
y también en el ámbito internacional. Así entendido, el Estado Constitucional
supone la aproximación máxima a la que se ha llegado en la materialización del
ideal jurídico de la civilización occidental; esto es, el ejercicio de los
derechos que se imponen a la voluntad de quienes tienen el poder.”[27]
Es decir, este
pequeño cambio de palabras implica, a saber: (i) que ya no se haga
énfasis en el «Derecho» (entendido
éste como Derecho objetivo, como ese
sistema, como ese conjunto de normas), sino que ahora el énfasis del
Estado estará en la persona y sus «derechos»
(entendidos como derechos subjetivos, ese conjunto de pretensiones que debe
reconocérsele a los sujetos y frente a las cuales siempre existe una obligación
correlativa);[28] y (ii) que
se rescata la misión y fin fundamental del Derecho: la justicia.
Con ello, en
primer lugar se reafirma la nueva posición que guardan los jueces y
administradores de justicia en el Estado constitucional, ya que serán ellos los
encargados de proteger esos derechos resolviendo los casos concretos; y en
segundo lugar, la visión del operador jurídico debe cambiar, ya que ahora
deberá centrar su atención en el caso concreto para identificar los derechos
subjetivos que se encuentren en juego, para luego, decidir con justicia dando a
cada quien lo que le corresponde. Con los cambios señalados, ya no importará
tanto lo que diga o no el sistema jurídico y sus normas. Ahora importará la
protección de los derechos independientemente de que haya o no normas. Se trata
pues de abandonar aquella visión que identificó al Derecho objetivo con el
derecho subjetivo sostenida por Kelsen cuando afirmó que
“…donde existe
un derecho subjetivo debe presuponerse la existencia de una regla jurídica. Los
derechos subjetivos no pueden existir antes que el derecho objetivo (…)
Mientras un derecho subjetivo no ha sido ‘garantizado’ por el orden jurídico
(…) no es todavía tal derecho subjetivo. Llega a ser sólo en virtud de la
garantía creada por el orden jurídico (…) El derecho del acreedor es, por
consiguiente, la norma jurídica por la cual el deudor es obligado a devolver lo
que debe; el del propietario, la norma jurídica por la cual otros individuos
son obligados a no interferir con el propietario en la disposición de su
derecho. El derecho subjetivo es, en resumen, el mismo derecho objetivo.”[29]
Así, aquella
frase iuspositivista de que «el derecho
subjetivo es la facultad que emana de la norma», es decir, que el derecho
subjetivo depende de la existencia de un derecho objetivo debe modificarse
radicalmente, al punto de que ahora, en el Estado
de derechos y justicia, debemos decir que «el derecho subjetivo es una facultad, lo diga o no la norma escrita». De
ahí que la Corte ecuatoriana señale que este cambio implica mayor independencia
de los derechos respecto del Estado, de la ley y de la soberanía.
Esta sería una de las muchas formas en que debiera dársele sentido
práctico al concepto humanista que de Constitución se ha postulado. Eso es lo
que significa que la persona y sus derechos sean el centro del ordenamiento
jurídico; pensarlo diferente es, sencillamente, no querer entender el
significado de tal locución.
IX.
UNA REFLEXIÓN FINAL: EL PELIGRO
DEL «HUMANISMO VACÍO».
Una reflexión final resulta muy importante. Tal y como se ha afirmado, aún
y cuando se pueda coincidir en esencia con el concepto humanista de
Constitución que se propone, es imprescindible advertir que tal noción dice mucho,
pero a la vez, dice muy poco. Lo anterior es así debido a que hoy más que
nunca, todos llenan sus bocas al enfatizar o perorar con vehemencia, que la persona no debe nunca convertirse en
instrumento de otros fines, objetivos, propósitos, bienes o intereses, por
importantes o valiosos que ellos sean. En el ámbito de la
democracia moderna, hacerlo de manera distinta sería
políticamente incorrecto. Sin embargo, una cuestión parecería hasta
aquí sin solución: ¿qué alcances le
daremos a la noción «persona»?, ¿a qué ser humano estaremos haciendo
referencia?, en definitiva, ¿cuál es
la concepción antropológica con la que operaremos esa noción de Constitución?
El
problema no es menor si se toma en consideración que la concepción humanista de Constitución que se postula
bien pudiera ser utilizada por un régimen totalitario en el que, en nombre de
la libertad de unos se fagocite la libertad de otros. En razón de lo anterior,
es obvio que el debate iusfilosófico profundo
se centra, no entre las visiones positivistas y no-positivistas, ya que, por el
contrario, hoy la verdadera disputa en el ámbito de la filosofía del derecho se
libra en el terreno de la antropología, toda vez que dependerá de la concepción
que de ser humano se tenga para saber
si es o no posible reconstruir un concepto humanista
de Constitución. Pretender realizar esa tarea sin considerar el desiderátum antropológico sería,
incluso, ciertamente peligroso, ya que operar con el concepto humanista de
Constitución sin ser realmente un humanista, pone en inmediato riesgo a
aquellos a los que no se les considere personas.
Es decir, hoy es evidente que a la vuelta de un siglo de positivismo
jurídico resulta impostergable resucitar aquella idea de un Derecho superior a
la ley, aquel rasero con el que medir las mismas leyes positivas y
considerarlas actos contrarios a Derecho[30],
ya que, aún en los sistemas de mayor apogeo iuspositivista debe certificarse la
validez del Derecho sometiendo su contenido a un examen moral.[31]
En definitiva, la decadencia del positivismo es de tal magnitud que nadie, en
su sano juicio, podría hoy estar en desacuerdo con la idea de que la
injusticia extrema, aún y cuando sea ley, no es Derecho.[32] Sin
embargo, la gran cuestión del siglo XXI -no exclusiva del ámbito iusfilosófico- es el concepto de ser
humano y de persona con el que operan las ciencias. Así, el debate hoy se
libra, más bien, entre aquellos que defienden una concepción antropológica
ontológica o esencialista de corte realista, y aquellos que hacen lo
propio pero con una visión idealista o no-esencialista de corte relativista.
Esta distinción resulta
fundamental debido a que no es extraño dialogar hoy con pensadores que, aún
siendo no-positivistas, por la forma de operar el Derecho mantienen
divergencias esenciales en cuento a problemas éticos contemporáneos como el
aborto o la eutanasia.[33]
Es decir, en la actualidad no es extraño encontrar juristas no-positivistas,
que a pesar de comulgar con la idea del neoconstitucionalismo[34] (conexión
entre el Derecho y la moral), defiendan posturas que, de suyo, parecerían estar
en contradicción con la más básica idea que de ética se pueda tener. Esto
indica que el problema no es en sí el concepto de Constitución con el que
operemos, sino el concepto que de ser humano y persona configuremos para ello. En
cierta medida esta fue la problemática que se suscitó al interior del Tribunal
Constitucional alemán en el caso al que se hizo referencia en el proemio de
estas líneas: determinar qué es la dignidad humana.
Identificada la disputa profunda y verdadera a la que habrá que poner
nuestra atención, pasemos a su breve explicación. La concepción antropológica
dependerá de los elementos que se utilicen para definir a la dignidad humana, y
más concretamente, la manera en cómo se responda a la interrogante de ¿quién
es persona? Así por ejemplo, puede afirmarse que se posee una concepción antropológica
ontológica o esencialista cuando se reconoce que “la persona está dotada de
tal dignidad que no puede ser considerada como un «objeto», sino siempre y sólo
como un «sujeto». Ella no es «algo», es «alguien»”[35], al
margen del proceso biológico de desarrollo en el que se encuentre, de su
inteligencia, de los bienes externos que posea, de su salud, o del resultado de
sus acciones libres; en suma, todo miembro de la especie humana tiene dignidad
esencial u ontológica irrenunciable.[36]
De esta forma, tal y como lo refiere Vigo, en el «realismo
jurídico» el
primer principio del que irremediablemente parte todo conocimiento (cualquiera
que sea su nivel de abstracción) es la evidencia del objeto y su esencia, por
lo que a partir de esta filosofía del ser,
no cabe construir distinciones ideales o no-esenciales para identificar al
ser humano.
Por el
contrario, se posee una concepción antropológica
idealista o no-esencialista cuando se afirma, por ejemplo, en el ámbito de la
bioética que “la tesis de la vitalidad del embrión, [aunque] empíricamente
verdadera, no equivale ni permite deducir que el embrión es una persona [o
bien, que] el embrión es merecedor de tutela si y sólo si es pensado y
querido por la madre como persona.”[37]
De esta forma, en el «relativismo
jurídico» el ser
o las cosas se transforman en objetos que son sometidos al pensar debido a que
la cosa en sí es incognoscible, por lo que el ser de las cosas es sólo el ser
percibido. Se trata pues de una
filosofía del pensar, y así, el
primer problema filosófico es el problema del conocimiento, por lo que las
cosas, más que conocidas, son pensadas.[38]
Sin duda se puede elegir la concepción antropológica que se desee, sin
embargo, considero no equivocarme al afirmar que la postura idealista o
no-esencialista no es en el fondo una antropología humanista, o si se
prefiere, tal tesis configura lo que podríamos denominar un «humanismo
vacío», debido a que por la manera en que llega a determinarse qué es
persona y qué es un ser humano, éstas nociones no encuentran un contenido y fundamento
claro, evidente o incuestionable, al punto de que todo dependerá de quien sea
el facultado para definirlo, para luego tener que indagar si hemos sido o no incluidos
dentro de “la” definición. El humanismo se reduce así a una forma hueca;
a un contenedor cuyo contenido puede cambiarse a capricho.
Así, la diferencia entre el Estado otomano o el Estado nazi de la
primera mitad del siglo XX, el Gobierno de Ruanda de la segunda mitad de esa
misma centuria, y el Gobierno del Distrito Federal en pleno siglo XXI, es
meramente temporal, debido a que, en el fondo, tales regímenes percibieron
y pensaron que los armenios, los judíos, los tutsi y
los concebidos, respectivamente, no eran personas ni seres
humanos sujetos de derechos ni dignos de tutela legal, al punto de que promovieron
su exterminio. En definitiva, la concepción que de persona construyeron estos
órdenes jurídicos no es ontológica o esencialista: la persona así vista es un
objeto (un “algo”) y no un sujeto (un “alguien”), por lo que se hace
materialmente imposible la concreción del concepto humanista de
Constitución propuesto, sobre todo en aquella parte que señala que la
persona -centro
del ordenamiento jurídico-
no debe convertirse nunca en instrumento de otros fines, objetivos, propósitos,
bienes o intereses, por importantes o valiosos que ellos sean.
En definitiva, el riesgo
del «humanismo vacío» es que en la medida de que el hombre es ahora
capaz de fabricar hombres (in vitro), “…se convierte así en producto,
y con ello se altera radicalmente la relación del hombre consigo mismo (…) él
es su propio producto [y] la tentación, entonces, de diseñar un hombre
auténtico, la tentación de experimentar con hombres, la tentación de eliminar a
los seres humanos residuales ya no es un fantasma surgido en la imaginación de
moralistas enemigos del progreso.”[39]
[1] Grossi, Paolo, Europa y el Derecho, Madrid, Ed. Crítica, 2008, p. 81, http://books.google.com.mx/
[2] Ibidem,
p. 82
[3] Doctrina
según la cual los métodos científicos deben extenderse a todos los dominios de
la vida intelectual y moral sin excepción. (Véase:
Diccionario de la Lengua Española, Vigésima segunda edición, Real Academia Española, http://buscon.rae.es/draeI/)
[4] Sentencia BVerfGE 30, 1, Recurso de
Amparo, Resolución de la Segunda Sala, 15 de diciembre de 1970. (Véase: Schwabe, Jürgen (comp.), Jurisprudencia del Tribunal Constitucional
Federal Alemán, Konrad Adenauer Stiftung, 2009, pp. 53 y 54)
[5] Idem.
[6] Vigo, Rodolfo Luis, De la ley al derecho, México, Porrúa,
2003, p. 23
[7] Para
este tema puede consultarse: Von Münch, Ingo, “La dignidad del hombre en el
derecho constitucional”, trad. de Jaime Nicolás Muñiz, Revista Española de Derecho Constitucional, Madrid, año II, núm. 5,
mayo-agosto de 1982, http://www.cepc.es/
[8] Sobre el alcance de las reformas
constitucionales en materia de derechos humanos y de amparo puede consultarse
mi trabajo “Neoconstitucionalismo procesal”, Ars Iuris, México, núm. 46, julio-diciembre 2011, pp. 247 a 309.
[9] Sentencia 5215-2007-PA/TC,
Sala Primera del Tribunal Constitucional del Perú, 18 de agosto
de 2009, fundamentos jurídicos n° 11 y 12.
[10] Grossi, Paolo, Europa y el Derecho, op. cit., p. 82
[11] Tenorio Cueto,
Guillermo (coord.), Humanismo Jurídico, México,
Porrúa-Universidad Panamericana, 2006, p. XVII
[12] Vigo, Rodolfo, L., “Los
derechos humanos y la actividad jurisdiccional interpreativa”, en Tenorio
Cueto, Guillermo (coord.), Humanismo
Jurídico, México, Porrúa-Universidad Panamericana, 2006, pp. 19 a 30.
[13] Ricardo Sepúlveda señala que “…la
constitucionalidad debe entenderse como la esencia de la Constitución. Definir
qué es la constitucionalidad significa preguntarse por lo más profundo y propio
de la Constitución, su parte viva, palpitante. Aquello que hace de la
Constitución un instrumento social útil e irremplazable. Cuando la Constitución
pierde este carácter se traduce en un discurso formal o en un instrumento
utilitarista al servicio del poder estatal y no importa nada para la vida
social…”, es decir, la
constitucionalidad de la Constitución es ese contenido que posibilita que la
Constitución sea de todos y de nadie. (Véase: Sepúlveda Iguiniz,
Ricardo, “Una propuesta para el establecimiento de las leyes orgánicas constitucionales
en México”, Cuestiones Constitucionales, Revista Mexicana de Derecho
Constitucional, México, núm. 15, julio-diciembre de 2006, pp. 226-227).
[14] El concepto es utilizado por Lucas
Verdú. (Cfr. Lucas Verdú, Pablo,
“Lugar de la Teoría de la Constitución en el marco del Derecho Político”, Revista de Estudios Políticos, Madrid,
núm. 188, marzo-abril de 1973, p. 8, http://www.cepc.es/)
[15] Kelsen, Hans, La garantie juridictionnelle de
la Constitution (La justice constitutionnelle), trad. de Rolando
Tamayo y Salmorán, México, UNAM-IIJ, 2001, serie Ensayos Jurídicos, núm. 5, p.
21.
[16] Citado
por Fix-Zamudio, Héctor y Valencia Carmona, Salvador, Derecho Constitucional Mexicano y Comparado, México, Pórrua-UNAM,
1999, p. 28
[17] Ibidem,
p. 31
[18] Pereira Menaut, Carlos–Antonio, Lecciones de Teoría Constitucional, México, Porrúa-Universidad Panamericana, 2005, pp.
25-26.
[19]
Citado por Pereira Menaut, Carlos–Antonio, Lecciones de Teoría
Constitucional, op. cit., p. 26.
[20]
Citado por Fix-Zamudio,
Héctor y Valencia Carmona, Salvador, Derecho
Constitucional Mexicano y Comparado, México, Pórrua-UNAM, 1999, p. 28
[21]
Idem.
[22] Carpizo, Jorge, Concepto de democracia y sistema de gobierno en América Latina, México,
UNAM-IIJ, 2007, pp. 246 y 248, http://info5.juridicas.unam.mx/libros/libro.htm?l=2473
[23] Tesis: 1a.
XCVII/2007, Semanario Judicial de la
Federación y su Gaceta, Novena Época, t. XXV, mayo de 2007, p. 793, n° de
registro 172,545.
[24] Vázquez Gómez, Francisco, Memorias Políticas (1909-1913), México,
Imprenta Mundial, 1933, p. 36.
[25] Tesis: 1a.
XCVII/2007, Semanario Judicial de la
Federación y su Gaceta, Novena Época, t. XXV, mayo de 2007, p. 793, n° de
registro 172,545.
[26] Arte de aplicar los conocimientos
teóricos a la invención y perfeccionamiento de la técnica constitucional. En
palabras de Giovanni Sartori, “…las
constituciones no son meros documentos legales plagados de mandatos y
prohibiciones que organizan el poder. También se espera de ellas que ordenen el
comportamiento, es decir, que contengan incentivos, recompensas y factores
disuasorios [por ello afirmará que] la
ingeniería constitucional es en gran parte una labor extrajurídica [ya que]
Para escribir una constitución, el
jurista necesita al científico de la política tanto como éste precisa de
aquél.” (Véase: Sartori,
Giovanni, “La ingeniería constitucional y sus límites”, Teoría y Realidad Constitucional, México, núm. 3, 1er. Semestre de
1999, pp. 79 y 81, http://www.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/trcons/
cont/3/est/est5.pdf
[27] Corte Constitucional
del Ecuador, Sentencia interpretativa 001-08-SI-CC, publicada Suplemento del
Registro Oficial 479, 2-XII-2008 del 2 de diciembre de 2008
[28] Pozo, Enrique, “Estado constitucional
de derechos y justicia”, Apuntes
Jurídicos, www.apuntesjuridicos.com.ec
[29] Kelsen, Hans, Teoría general del derecho y del Estado, 2ª ed., México, UNAM,
1995, pp. 93 y 94.
[30] cfr.
Radbruch, Gustav, Introducción a la Filosofía del Derecho, trad.
de Wenceslao Roces, México, FCE, 1951, p.180, http://books.google.com.mx/
[31] Citado
por Aparisi Millares, Ángela, Ética y deontología para juristas,
Madrid, Eunsa, 2006, p. 74
[32] cfr.
Vigo, Rodolfo Luis, La injusticia
extrema no es derecho: de Radbruch a Alexy, Argentina, Fontamara, 2008, pp.
512.
[33] cfr.
Vigo, Rodolfo Luis, “Neoconstitucionalismo y realismo jurídico clásico como
teorías no-positivistas”, (en prensa).
[34] De acuerdo con Mauro Barberis, el
neoconstitucionalismo “…puede hacerse
coincidir con el ataque al positivismo jurídico capitaneado por Ronald Dworkin,
[quien] con el argumento de los principios, hace su
aparición en el panorama filosófico-jurídico [con] una posición que
muestra el principal rasgo distintivo del neoconstitucionalismo respecto al
iuspositivismo y al iusnaturalismo: la idea de que el Derecho no se distingue
necesariamente o conceptualmente de la moral, en cuanto incorpora principios
comunes a ambos.” (Véase: Barberis,
Mauro, “Neoconstitucionalismo,
Democracia e Imperialismo de la Moral”, en Carbonell, Miguel (ed.), Neoconstitucionalismo(s), 3ª ed., Madrid, Trotta, 2006, p. 260).
[35] Ratzinger, Joseph, et. al., El don de la vida, 4ª ed., Madrid, Ediciones Palabra, 2002, p. 19.
[36] Vigo, Rodolfo Luis,
“Neoconstitucionalismo y realismo jurídico clásico como teorías
no-positivistas”, (en prensa).
[37] Ferrajoli, Luigi, “La cuestión del
embrión entre derecho y moral”, Revista
de la Facultad de Derecho de México, UNAM, México, núm. 245, enero-junio de
2006, pp. 259 y 260.
[38] cfr.
Vigo, Rodolfo Luis, “Neoconstitucionalismo y realismo jurídico clásico como
teorías no-positivistas”, (en prensa).
[39] Ratzinger, Joseph y Habermas, Jürgen,
Dialéctica de la secularización. Sobre la
razón y la religión, Encuentro 2006,
http://www.profesionalesetica.org/documentos/pdr/Dialogo_Habermas_ Ratzinger.pdf
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