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viernes, 31 de agosto de 2012

EN DEFENSA DE LA VERDAD

Un vistazo al pensamiento iusfilosófico
de Joseph Ratzinger*

“…la verdad no es un producto de la política (de la mayoría), sino que la precede e ilumina. No es la praxis la que crea la verdad, sino la verdad la que hace posible la praxis correcta…”[1]
Benedicto XVI

Publicado en Ars Iuris
(Revista del Instituto Panamericano de Jurisprudencia)
N° 47, enero-junio 2012

I. PLANTEAMIENTO GENERAL

Para muchos juristas contemporáneos resultaría muy difícil, al menos prima facie, ser atraído por el pensamiento iusfilosófico de cualquier teólogo, dificultad la cual —muy probablemente— se vería incrementada si ese teólogo fuera Joseph Ratzinger. Incluso no sería extraño que a sólo cuatro líneas de haber comenzado esta lectura, usted querido Lector, ya haya pensado en abandonarla. No hay duda que en el marco de un liberalismo sin rumbo, de una secularización dogmática y de una supuesta “laicidad” convertida en un laicismo militante,[1] expresiones todas éstas imperantes en nuestra sociedad, el haber sido Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe[2] y ser hoy el Jefe de la Iglesia católica no son posiciones que incrementen la popularidad de nadie. Luego, si a lo anterior se agrega el hecho de que Ratzinger sucedería en el cargo a uno de los pontífices más queridos en los últimos tiempos (Juan Pablo II), resulta quizá entendible —más no justificado— el poco interés en su pensamiento.
Lo cierto es que, más allá de que tal falta de interés pudiera derivarse de datos y prejuicios faltos del mínimo rigor científico necesario para arribar a conclusiones determinantes, han sido dos motivaciones, una anecdótica y otra especulativa, las que me han llevado a analizar el pensamiento que sobre el Derecho (y otras nociones convergentes) pueda tener Benedicto XVI.
La primera de ellas —la motivación anecdótica— se suscitó en alguna de las sesiones que imparto dentro de la cátedra de Derecho Constitucional, cuando uno de los participantes, con genuino interés por entender las diferentes formas de Estado sobre las que da cuenta la teoría constitucional, cuestionó si era correcto apelar al Estado de la Ciudad del Vaticano como ejemplo de un Estado autoritario, en el entendido de que uno de los elementos que la doctrina señala como característica del mismo es la ausencia de una pluralidad de órganos constitucionales que posibilite la admisión de la teoría de la separación y equilibrio de poderes, generándose por ello, la concentración del poder en el Jefe en turno.[3]
La interrogante generó de inmediato la suficiente expectación en la audiencia como para esperar una respuesta clara y precisa. Ésta consistió en afirmar que, desde un análisis estricta y exclusivamente teórico constitucional, el ejemplo no podía ser mejor, ya que de acuerdo con la Ley Fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano expedida por Juan Pablo II en el año 2000, el Sumo Pontífice es el Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano y tiene la plenitud de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, con lo que se cumple a la perfección la característica del Estado autoritario previamente señalada. Sin embargo, ampliando la óptica del análisis, consideré que debía afirmarse, en todo caso, que el Estado Vaticano posee una forma de Estado sui generis, ya que al justificar su existencia jurídico-política en el hecho de ser la Sede Apostólica del Romano Pontífice de la Iglesia católica, debe catalogarse, en todo caso, como un «Estado teocrático», debido a que el Papa tiene la función que Jesucristo encomendó singularmente a Pedro, razón por la cual es cabeza del Colegio de los Obispos, Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal en la tierra, teniendo por tanto potestad suprema, plena, inmediata y universal que puede siempre ejercer libremente.[4] Luego, calificar al Estado Vaticano como un Estado autoritario me parece que sólo puede derivarse de un análisis incompleto de la realidad.
Pero más allá de la anécdota, el cuestionamiento generó en mí la segunda motivación: la especulativa. ¿Qué tipo de respuestas nos daría el Sumo Pontífice —y concretamente Benedicto XVI— a cuestionamientos como el anterior?,[5] ¿qué planteamientos filosófico-jurídicos podrá tener el teólogo y el pensador acerca de nociones tan complejas, pero a la vez tan mundanas, como lo son el Derecho, la Ley, el Estado o la Democracia?, en suma, ¿tendrá acaso algún punto de vista sobre estos tópicos?
Confieso que al iniciar esta reflexión tenía una noción muy vaga del pensamiento de Joseph Ratzinger, es decir, yo era uno de aquellos juristas contemporáneos a los que resultaba difícil interesarse en estos temas. Sin embargo, debo confesar también que al menos tenía noticia de un dato sobre Ratzinger que es ampliamente reconocido en el foro académico: la preclaridad de su inteligencia. En palabras de Real Tremblay, “se esté o no de acuerdo con [Ratzinger], su pensamiento ejerce hoy día una fascinación por su amplitud y profundidad, su originalidad y su relación con la vida, [de manera tal que] tiene algo del atractivo de las grandes catedrales góticas”.[6] Y es que el reconocimiento de esa preclaridad se debe, en gran medida, a la posición en la que el teólogo alemán ha ubicado a la razón en el proceso cognoscente del ser humano, al punto de que si “la fe no tiene la luz de la razón —afirma Ratzinger— se reduce a pura tradición, y con ello declara su profunda arbitrariedad. La fe no necesita la valentía de la razón por sí misma. No está contra ella, sino que la impulsa a pretender de sí las grandes cosas para las cuales ha sido creada”.[7] Así, “la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano,”[8] ya que —concluye el teólogo de Baviera— “la razón es el gran don de Dios al hombre, [por lo que] la victoria de la razón sobre la irracionalidad es también un objetivo de la fe cristiana”.[9] En definitiva, para Ratzinger, y esto será fundamental en el plexo de todo su pensamiento, fe y razón son dos expresiones complementarias de la misma capacidad cognoscente del hombre, ya que la “fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto (…) la fe necesita la capacidad de (…) razonar correctamente [ya que] no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios”.[10]
Es por lo anterior que, preparado así el terreno, consideré que podría resultar fascinante atender a su pensamiento, ya que si un hombre de fe como evidentemente lo es el Benedicto XVI, le ha reconocido un lugar de privilegio a la razón, lo menos que puede hacer cualquier racionalista es analizar su legado filosófico en los distintos ámbitos en los que éste pueda tener impacto. Veamos.

II. UNA NOCIÓN SOBRE EL «DERECHO»

En el ámbito de la filosofía del derecho suele afirmarse que “el problema central de la polémica acerca del concepto del derecho es la relación entre el derecho y moral, y que no obstante esa discusión lleva más de dos mil años, siguen existiendo dos posiciones básicas: la positivista y la no positivista”.[11] A grandes rasgos, Robert Alexy señalará que la diferencia entre ambas estriba en que los «positivistas» defienden la tesis de la separación, es decir, que no existe una conexión necesaria entre el derecho como es y cómo debería ser. Por su parte, los «no-positivistas» defienden la tesis de la conexión, según la cual existe una conexión necesaria entre la validez jurídica, de un lado, y los méritos o deméritos morales, del otro.[12] Por ello, cuando Ratzinger explica la relación entre la fe y la razón, señalando que la fe no quiere hacer que calle la razón, sino que la quiere liberar del velo de las cataratas que el racionalismo y el positivismo han formado en el cristalino de la razón, impidiéndole ver claro,[13] podría afirmarse que comienza a responder, quizá veladamente, la interrogante iusfilosófica de ¿qué es el Derecho?
Lo anterior es así debido a que para todos aquellos que nos hemos dedicado a cultivar las ciencias sociales y las humanidades, nos hemos percatado del daño que ha causado a nuestras disciplinas la pretendida “modernidad”, y muy concretamente, las diversas especies que de positivismo se han generado. En el caso concreto del Derecho, me limitaré a mencionar al denominado «iuspositivismo ideológico», cuyo desarrollo lo podemos ubicar durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, y cuya tesis postula que los operadores jurídicos y los propios destinatarios de las normas positivas no pueden ejercer ninguna clase de crítica respecto del contenido y fundamento axiológico de tales normas, sobre la base de que el legislador es infalible, es decir, el legislador nunca se equivoca. Quizá baste con recordar el razonamiento rousseauniano contractualista: la voluntad general es la que el pueblo estatuye para sí mismo, de manera que la ley, cuando reúna las condiciones de generalidad y abstracción y resulte del consenso popular, no podrá ser injusta, ya que nadie lo es consigo mismo.[14]
De esta forma, el «iuspositivismo  ideológico» terminaría por ser un «iuspositivismo  formalista», según el cual, la validez del Derecho dependerá exclusivamente del respeto a las formas y a los procedimientos legislativos, no importando el fondo o contenido del mismo, ante lo cual, Ratzinger advertiría —todavía en términos generales— que no debe olvidarse que por causa del positivismo, “la filosofía no se pregunta ya por la verdad, sino solo por la exactitud de los medios empleados (…) La renuncia a la verdad misma, el replegarse a lo constatable y a la corrección de los métodos, pertenece a las notas típicas de la ciencia moderna”.[15] Y es que —parafraseando a Ratzinger— bien puede decirse que aquel que considera que el «Derecho» y la «Ley» son sinónimos, aquel cuya visión es la del iuspositivismo ideológico y formalista, sólo le queda el lenguaje de las fórmulas, el lenguaje de las leyes, quedando condicionado su entendimiento del caso concreto y limitado su compromiso con la justicia, debido a que “tener razón para estas fórmulas —afirma Ratzinger— es algo, pero [resulta] terriblemente poco si no se tiene para nada más. [Así] la absolutización del positivismo —tal como la había profetizado Comte— imposibilita no sólo la pregunta sobre Dios, sino también sobre el hombre y la realidad en general”,[16] incluida también la realidad jurídica. Y es que esas filosofías modernas ilustradas, esas que se “caracterizan por el hecho de que son positivistas, y por tanto, antimetafísicas, [e]stán basadas en una autolimitación de la razón positiva, que resulta adecuada en el ámbito técnico, pero que allí donde se generaliza, provoca una mutilación del hombre”.[17]

III. EL «DERECHO» Y LA «DEMOCRACIA VACÍA»

Hasta lo aquí afirmado, una primera conclusión que podemos avizorar es que Benedicto XVI no posee una visión iuspositiva del Derecho, debido a que en su mirada iusfilosófica existirá una constante preocupación por el contenido axiológico de las normas jurídicas. Para constatarlo, resultará muy interesante advertir las respuestas que el teólogo de Baviera daría, por ejemplo, a la «teoría pura del derecho» propuesta por Hans Kelsen, principal expositor de la modernidad y positivismo jurídicos. En 1934 el jurista austriaco afirmaba que su teoría sólo intentaba “…dar respuesta a la pregunta de qué sea el derecho, y cómo sea; pero no, en cambio, a la pregunta de cómo el derecho deba ser [ya que pretendía] liberar a la ciencia jurídica de todos los elementos que le son extraños…”.[18] En pocas palabras, Kelsen se propuso “purgar” a la ciencia del Derecho de cualquier contenido valorativo o axiológico (incluido el concepto de «justicia»),[19] lo que se oponía —dicho sea de paso— a la tradición jurídica clásica consistente en afirmar que “…la ley que no es justa no parece que sea ley…,”[20] y debido a ello, se oponía a la necesidad misma de hacer filosofía del Derecho. Luego, bien podríamos preguntarnos: ¿en qué sentidos respondería Ratzinger a la pretensión kelseniana?
En primer lugar, advertiría la forma en “…cómo progresivamente se ha ido desmoronando la confianza que la modernidad tenía en sí misma; porque cada vez es más evidente que, con los avances, también hay posibilidades de destrucción [debido a que] la razón ética del hombre quizá no ha crecido tanto, y entonces sucede que el hombre convierte su poder en poder de destrucción…”,[21] lo que en el ámbito jurídico, tal y como lo veremos, sería desgarradoramente actualizado por el orden jurídico del Estado nazi.
En segundo lugar, si de acuerdo con Kelsen la ciencia jurídica no debía preguntarse por el derecho que debe ser, no cabe la menor duda de que tal solución resultaba aún más peligrosa que la supuesta “contaminación ideológica” de la que quiso purgar al Derecho, toda vez que al anular cualquier análisis axiológico de las leyes, y al afirmar paralelamente que sólo la ley es Derecho, Kelsen sometería —diría Ratzinger— la decisión de los contenidos jurídicos al voto popular. De esta forma, el «iuspositivismo jurídico» terminaría por generar una axiología democrática o de consenso, lo que en palabras del teólogo de Baviera constituirá la denomina «democracia vacía».
Tal tipo de “democracia” deja ver sus peores formas —afirmará Ratzinger— cuando Kelsen, al intentar determinar qué es la justicia, hace referencia al diálogo entre Jesús y Pilato,[22] en el cual Jesús afirma: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad”, a lo que Pilato responde con otra pregunta: “¿Qué es la verdad?”, dejando después a Jesús en poder del furor de la multitud.[23] El problema surge —señala Ratzinger— cuando “Kelsen opina que Pilato obra como perfecto demócrata [ya que] como no sabe lo que es justo, confía el problema a la mayoría para que decida con su voto. De este modo se convierte [a Pilato], según la explicación del científico austriaco, en figura emblemática de la democracia relativista y escéptica, la cual no se apoya ni en los valores ni en la verdad —menos en la justicia— sino en los procedimientos”.[24] Luego, la conclusión de Benedicto XVI resulta decisiva para nuestro análisis: “El que en el caso de Jesús fuera condenado un hombre justo e inocente no parece inquietar a Kelsen, [ya que para él] no hay más verdad[25] que la de la mayoría”.[26]
A pesar de tales incorrecciones, Ratzinger advierte que la «democracia vacía» se tornará cautivadora ya que la fuente del derecho no podría ser otra cosa que las convicciones mayoritarias de los ciudadanos, al punto de que siempre que se imponga obligatoriamente a la mayoría algo no querido ni decidido por ella, parecería ser como si aniquiláramos su libertad y negáramos la esencia de la democracia.[27] Sin embargo, el peligro de un modelo de este tipo consiste en que “es indiscutible que la mayoría no es infalible y que sus errores no afectan sólo a asuntos periféricos, sino que ponen en cuestión bienes fundamentales que dejan sin garantía la dignidad humana y los derechos del hombre, es decir, se derrumba la finalidad de la libertad, pues ni la esencia de los derechos humanos ni la de la libertad es evidente siempre para la mayoría”,[28] lo cual —concluye el teólogo de Baviera— lamentablemente deja verse con claridad en la historia contemporánea en aquellos episodios en los que la libertad de unos es destruida en nombre de la libertad de otros. Y como muestra un botón.
Gustav Radbruch al referirse al Estado nazi señalaría —ya en 1948— que el “positivismo, que podríamos compendiar en la lapidaria fórmula de ‘la ley es la ley’, dejó a la jurisprudencia y a la judicatura alemanas inermes contra todas aquellas crueldades y arbitrariedades que, por grandes que fueran, fuesen plasmadas por los gobernantes de la hora en forma de ley… [Así] el derrumbamiento del Estado nazi, basado en la negación del Derecho, coloca continuamente a la judicatura alemana ante preguntas que el caduco, pero aún vivo positivismo, no sabrá nunca contestar. He aquí algunas de ellas: ¿Deben mantenerse en vigor las medidas adoptadas en cumplimiento de las leyes raciales de Nuremberg? ¿Siguen teniendo validez jurídica, hoy, los actos de confiscación de las propiedades de los judíos, realizadas en su día al amparo del que era Derecho vigente en el Estado nazi? ¿Deberemos considerar firme y jurídicamente válida la sentencia por la que la judicatura del Estado nazi, a tono con la legislación vigente en él, condenó a muerte, como delito de alta traición, el simple hecho de escuchar una emisora de radio enemiga? (…) El positivismo jurídico heredado del pasado remitiríase, para contestar a todas estas preguntas o a cualquiera de ellas, a lo contenido en la ley…”.[29]
El problema es evidente[30] y consiste en advertir que “si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside -afirma Ratzinger- el verdadero desafío para la democracia”.[31] No se pierda de vista que “una confusa ideología de la libertad conduce a un dogmatismo que se está revelando cada vez más hostil para la libertad [al punto de que] ahora es válido el principio, según el cual, la capacidad del hombre consiste en su capacidad de acción. Lo que se sabe hacer, se puede hacer. Ya no existe un saber hacer separado del poder hacer, porque estaría contra la libertad, que es el valor supremo. Pero el hombre sabe hacer muchas cosas, y sabe hacer cada vez más cosas; y si este saber hacer no encuentra su medida en una norma (…) se convierte, como ya lo podemos ver, en poder de destrucción. El hombre sabe clonar hombres, y por eso lo hace. El hombre sabe usar hombres como almacén de órganos para otros hombres, y por ello lo hace; lo hace porque parece que es una exigencia de su libertad. El hombre sabe construir bombas atómicas y por ello las hace, estando, en línea de principio, también dispuesto a usarlas. Al final, hasta el terrorismo se basa en esta modalidad de auto-autorización del hombre…”.[32] 
Por ello es que, en el marco del diálogo que sostuviera con Habermas el 19 de marzo de 2004 en la Academia Católica de Baviera, el teólogo alemán diría que parece evidente que la libertad sin ley, sin norma, sin límite, es pura anarquía, por lo que deben existir esas leyes. No obstante, es aquí donde se presenta el siguiente problema muy claro para el ámbito jurídico: ¿cuál debe ser el contenido de tales leyes y normas?, pregunta que si no es contestada correctamente, terminará por generar sospechas frente a esas leyes, rebelión contra esas normas, ya que si las leyes y las normas, en lugar de ser expresión de una justicia establecida al servicio de todos, delimitando en cierta medida esa diferencia entre el «saber hacer» y el «poder hacer», se convertirán en simples productos de la arbitrariedad al servicio de los que detentan el poder.[33] Este es el peligro de la «democracia vacía»: que “las mayorías pueden ser ciegas o injustas [debido a que] la regla de las mayorías tampoco zanja la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho”,[34] por lo que surge la necesidad —afirmará Ratzinger— de cuestionarnos si “hay algo que nunca puede ser justo (…) o, por el contrario, [si hay] cosas que de acuerdo con su propia naturaleza invariablemente son justas y exigen el respeto de la mayoría por encima de cualquier arbitrariedad suya”,[35] lo que nos lleva a plantearnos la siguiente interrogante: si para Ratzinger el Derecho no puede derivar sólo del consenso mayoritario, es decir, de la ley positiva, ¿cuál será entonces el fundamento del Derecho para él? Veamos.

IV. EL «DERECHO» Y SU FUNDAMENTO: EL REALISMO JURÍDICO CLÁSICO

De todo lo expuesto, parecería claro que a la vuelta de un siglo de positivismo jurídico resulta impostergable resucitar aquella idea de un Derecho superior a la ley, aquel rasero con el que medir las mismas leyes positivas y considerarlas actos contrarios a Derecho,[36] ya que, aún en los sistemas de mayor apogeo iuspositivista debe certificarse la validez del Derecho sometiendo su contenido a un examen moral.[37] En definitiva, Ratzinger afirmaría —tal y como lo hace Vigo— que la injusticia extrema, aún y cuando sea ley, no es Derecho.[38]
Así, ante la cuestión de ¿cómo surge el Derecho y cómo ha de configurarse para que constituya un vehículo de justicia, y no de privilegio de quienes tienen poder para establecer las leyes?, el teólogo de Baviera contestaría que debe indagarse en la naturaleza humana, de ahí que nuestra “época ha formulado, sustrayéndolo al juego de las mayorías, un repertorio normativo de ese tipo en las diversas declaraciones de derechos humanos (…) Hay, entonces, valores que se sustentan por sí mismos, cuyo origen radica en la naturaleza del ser humano y que, por tanto, resultan intangibles para todos los titulares de ella”.[39] Es por ello que Benedicto XVI no sólo podría catalogarse dentro de aquellos filósofos que poseen una visión no-positivista del Derecho, sino que, incluso, debería afirmarse que es un «iusnaturalista clásico», o dicho en otras palabras, un defensor del «realismo jurídico clásico». Esta distinción resulta fundamental, debido a que la disputa esencial en la arena iusfilosófica ya no se sustenta hoy entre positivistas y no-positivistas, sino entre dos posiciones que, aún y cuando sean ambas no-positivistas, en su forma de operar el Derecho mantienen divergencias esenciales en cuanto a problemas éticos contemporáneos, como por ejemplo, el aborto o la eutanasia. Nos referimos a la divergencia existente entre «realismo jurídico clásico» y «relativismo jurídico».
Es decir, en la actualidad no es extraño encontrar juristas no-positivistas, que a pesar de comulgar con la idea de que exista una conexión entre el Derecho y la moral, defiendan posturas que, de suyo, parecerían estar en contradicción con la más básica idea que de ética se pueda tener. En otras palabras, lo que vemos hoy con mayor frecuencia en todos los ámbitos del conocimiento es a un ser humanos que, basándose en su experiencia, decide lo que considera justo o injusto, bueno o malo, convirtiéndose así la conciencia subjetiva en la única instancia ética. Así, el problema surge -advierte Ratzinger- cuando el «ethos» pierde su poder de crear una comunidad, para convertirse en un asunto totalmente personal que genera una peligrosa situación para la humanidad. La razón reducida hasta el punto en que ya no le interesa más la ética, provocará -señala el Pontífice- fallidos intentos de construir una ética partiendo de las reglas de la evolución, de la psicología o de la sociología, lo que resulta simplemente insuficiente.[40]
Así es como, apelando a las categorías expuestas por Vigo,[41] podemos decir que el realismo jurídico clásico del teólogo de Baviera se deriva de dos características sustanciales que podemos identificar en el plexo de su pensamiento: (i) posee una concepción antropológica ontológica; y (ii) defiende una metafísica y una gnoseología referida al ser.
Un primer esbozo que ayuda a constatar la posición de Ratzinger lo constituye su afirmación en el sentido de que en “…todas las culturas se dan singulares y múltiples convergencias éticas, expresiones de una misma naturaleza humana [a las cuales] la sabiduría ética de la humanidad llama ley natural”.[42] Y es que es esa ley natural la que debe ser el fundamento de aquellos derechos incondicionados e intangibles, toda vez que “…si los derechos del hombre se fundamentan sólo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos —señala Ratzinger— pueden ser cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos y tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos internacionales pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no disponibles» de los derechos. Cuando esto sucede, se pone en peligro el verdadero desarrollo de los pueblos”.[43] En suma, nótese que el teólogo de Baviera, al hablar del fundamento de los derechos humanos, apela a conceptos tales como: «convergencias éticas»; «misma naturaleza humana»; «ética de la humanidad»; «conciencia común»; «objetividad».

A. La «concepción antropológica» en Ratzinger

La posesión de una concepción antropológica ontológica dependerá de la forma en que se defina la dignidad humana, y más concretamente, de la manera en cómo se responda a la interrogante: ¿quién es persona? Así por ejemplo, puede afirmarse que se posee tal concepción cuando se reconoce —como lo hace Ratzinger— que “la persona está dotada de tal dignidad que no puede ser considerada como un «objeto», sino siempre y sólo como un «sujeto». Ella no es «algo», es «alguien»,”[44] al margen de los bienes externos que posea, de su inteligencia, de su salud, del proceso biológico de desarrollo en el que se encuentre, o del resultado de sus acciones libres; en suma, todo miembro de la especie humana tiene dignidad esencial u ontológica irrenunciable.[45] Por ello, el teólogo alemán afirmaría que la persona humana “no puede ser querida ni concebida como el producto de una intervención de técnicas médicas y biológicas: esto equivaldría a reducirlo a ser objeto de una tecnología científica. Nadie puede subordinar la llegada al mundo de un niño a las condiciones de eficiencia técnica mensurables según parámetros de control y de dominio”.[46]
Es por ello que para Ratzinger “la ética de la investigación científica debe implicar una voluntad de obediencia a la verdad”,[47] ya que “si no se respeta (…)  la vida y a la muerte natural, si se hace artificial la concepción, la gestación y el nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones humanos a la investigación, la conciencia común acaba perdiendo el concepto de ecología humana y con ello de la ecología ambiental. [Aunado a lo cual] es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente natural, cuando la educación y las leyes no las ayudan a respetarse a sí mismas”.[48]
En definitiva, para el teólogo de Baviera en la medida de que el hombre es ahora capaz de fabricar hombres (in vitro), “se convierte así en producto, y con ello se altera radicalmente la relación del hombre consigo mismo (…) él es su propio producto [y] la tentación, entonces, de diseñar un hombre auténtico, la tentación de experimentar con hombres, la tentación de eliminar a los seres humanos residuales —afirma Ratzinger— ya no es un fantasma surgido en la imaginación de moralistas enemigos del progreso”.[49] Y es que tal estado de cosas hace necesario repensar un concepto con el que todos los juristas contemporáneos llenan sus bocas, pero que pocos dejan de observar como datos históricos que carecen de fundamento objetivo: los derechos humanos.
Ya se afirmó líneas arriba: Ratzinger será enfático en señalar, por ejemplo, que los derechos humanos son la prueba de que la concepción antropológica ontológica no sólo es posible sino presupuesto lógico de los mismos, debido a que tales derechos “no son comprensibles sin el supuesto de que el hombre como tal sea sujeto de derechos, tan sólo a título de pertenecer a la especie humana portadora en sí misma de valores y normas que pueden ser descubiertas, pero no inventadas”,[50] es decir, que independientemente del lugar en el que se encuentre el hombre, éste siempre será capaz, y de hecho, siempre estará llamado a desarrollar “un proceso universal de purificación en el que finalmente todos los valores y normas conocidos o intuidos de alguna forma por los seres humanos puedan alcanzar una nueva intensidad luminosa, de manera que recobre fuerza efectiva en el seno de la humanidad lo que mantiene el mundo unido”.[51]

 B. La «metafísica» y «gnoseología» en Ratzinger

El desarrollo de una metafísica y una gnoseología referida al ser dependerá de la filosofía del ser o de la filosofía del pensar que se defienda, es decir, mientras que para el «realismo» el primer principio del que irremediablemente parte todo conocimiento (cualquiera que sea su nivel de abstracción) es la evidencia del objeto y su esencia, siendo el hombre capaz de saber lo que las cosas son y no son; para el «relativismo» el ser o las cosas se transforman en objetos que son sometidos al pensar debido a que la cosa en sí es incognoscible, por lo que el ser de las cosas es sólo un ser percibido, y así el primer problema filosófico es el problema del conocimiento, por lo que las cosas, más que conocidas, son pensadas.[52]
Varias son las pruebas que pueden citarse para constatar el pensamiento de corte realista que tiene Ratzinger en este ámbito. En el diálogo con Habermas resulta por demás interesante la forma en que, al referirse a cuatro crisis de la humanidad que tuvieron impacto en el ámbito del Derecho, da cuenta de que, de una u otra manera, tales crisis fueron resueltas apelando —consciente o inconscientemente— a la existencia de una metafísica y una gnoseología referida al ser. Veamos.
La primera de tales crisis se refiere a lo que Ratzinger identifica como la forma en que Grecia conoció “su ilustración”, lo que produjo que el Derecho fundado sobre los dioses perdiera su evidencia, surgiendo así el primer gran desiderátum por los orígenes más profundos del Derecho. Así es como nace —afirma Ratzinger— la idea de que “frente al Derecho positivo, que podría ser injusto, tenía que existir un Derecho que surgiera de la naturaleza y del ser del hombre mismo. Tal Derecho tendría que ser hallado, y supondría entonces el correctivo necesario para el derecho positivo”.[53] Apelando a la naturaleza del hombre —al ser del hombre mismo—, obvio es que se recurre a una entidad objetiva que puede ser conocida por el hombre, lo que implica la necesaria aceptación de una metafísica y gnoseología de corte realista.
La segunda de las crisis se origina con el descubrimiento de América y, por ello, en cierta medida con el inicio de la modernidad. El teólogo alemán señala que tal acontecimiento haría surgir interrogantes de índole iusfilosófico debido a que diversas corrientes pretendieron negar la calidad de seres humanos a los habitantes del “nuevo” continente, bajo la lógica de que tales pueblos eran ajenos a la estructura del derecho cristiano, el cual constituía hasta ese momento el fundamento y el modelo jurídico universalmente aceptado, es decir, no había nada en común jurídicamente con esos pueblos. En tal contexto —afirma Ratzinger— emergería “Francisco de Vitoria [con] la idea de un ‘Derecho de gentes’ (ius gentium), en el que la palabra ‘gentes’ evoca el sentido de paganos, no cristianos. La idea es que el Derecho descansa en algo previo a su configuración cristiana, y que está llamado a ordenar la justa cooperación recíproca entre los pueblos”.[54] De esta forma se apelaba a un “algo” anterior al cristianismo, y no a un procedimiento que tuviera por objeto identificar el “cómo” pensarlo.
La tercera de las crisis consistió en el cisma que fragmentó a la propia cristiandad, división la cual provocaría enfrentamientos hostiles entre comunidades, por lo que afirma Ratzinger que en aquel momento fue necesario “desarrollar una forma de derecho previa al dogma, o al menos un mínimo jurídico cuyos fundamentos ya no descansa[ran] en la fe, sino en la naturaleza y en la razón humana. Hugo Grocio, Samuel von Pufendorf y otros teorizaron un ‘Derecho Natural’ como un Derecho de la razón que suministra a ésta vigor como órgano de la formación común del Derecho, por encima de las fronteras de las confesiones religiosas”.[55] Nuevamente se apela a la naturaleza, a una metafísica del ser, no del pensar.
Por último, la cuarta de las crisis se actualizó en la primera mitad del siglo XX, cuando el hombre experimentó los horrores derivados de las dos grandes guerras. Posterior a tales acontecimientos, la humanidad tomó conciencia del grado de barbarie que sufrió gran parte de la población mundial. Ante tal indignación, se inició un proceso unánime de internacionalización de los derechos humanos. La vigencia de estos derechos dejó de ser un asunto doméstico de los Estados y el mundo entero se erigió en garante permanente de la dignidad humana, con el fin de evitar que se vulneraran tales derechos. ¿Cuál fue la respuesta?, nuevamente el retorno a la razón, afirmará Ratzinger, ya que como “último elemento del Derecho Natural —que en el fondo (…) ha pretendido ser un derecho de la razón— han permanecido los derechos humanos”.[56]
Como puede observarse, se trata pues de una metafísica o gnoseología objetiva, de ahí que Ratzinger afirme al hacer referencia a la fundamentación de los derechos humanos, que los gobiernos no pueden olvidar la objetividad y la cualidad de no disponibles de tales derechos, ya que de olvidarlo se pone en peligro el verdadero desarrollo de los pueblos.[57] Se trata de afirmar —como lo hace Ratzinger— la existencia de un trípode a partir del cual se puede determinar con objetividad sustancial esa entidad que siendo anterior, superior y exterior al propio Estado, deba ser la entidad que dote de fundamento al Derecho mismo. El trípode en cuestión se configura por la ley, la naturaleza y la razón.[58] Es así como el “…Derecho Natural ha permanecido –especialmente en la Iglesia Católica– como un topos argumentativo (una figura del razonamiento), con el cual se apela a una razón común en el diálogo con la sociedad secular y con las demás confesiones religiosas, así como en la búsqueda de fundamentos para un entendimiento sobre los principios éticos del Derecho en una sociedad pluralista”.[59]

V. SOBRE DERECHO NATURAL,  LA DEMOCRACIA Y EL RELATIVISMO: UNA CONCLUSIÓN

Sin embargo, debido a su gnoseología de corte realista, el teólogo de Baviera no puede cerrar los ojos a la realidad. Reconoce que el “«derecho natural» es rechazado como sospechoso de connivencia con la metafísica y como perjudicial para mantener consecuentemente el relativismo [según el cual] no hay en última instancia otro principio de la actividad política que la decisión de la mayoría, que en la vida pública ocupa el puesto de la verdad —y en el Derecho el puesto de la justicia—. El derecho sólo se puede entender —advierte Ratzinger— de manera puramente política, es decir, justo es lo que los órganos competentes disponen que es justo…”[60] Ante ello, Ratzinger afirmaría que existe una segunda tesis que ningún jurista debiera olvidar: “la verdad (léase «justicia») no es un producto de la política (de la mayoría), sino que la precede e ilumina. No es la praxis la que crea la verdad, sino la verdad la que hace posible la praxis correcta. [Así] la política es justa y promueve la libertad cuando sirve a un sistema de verdades y derechos que la razón muestra al hombre”.[61] En definitiva, Ratzinger es un convencido de que “frente al escepticismo explícito de las teorías relativista y positivista [debe existir] una confianza fundamental en la razón, que es capaz de mostrar la verdad”.[62]
De esta forma el teólogo de Baviera no omite advertir el problema al que se enfrenta el concepto de «derecho natural» y la determinación de su contenido en un mundo que ha considerado como una relación indisoluble la democracia con el relativismo. Resulta paradójico que en tiempos modernos se defiendan los derechos humanos sobre la base de que la dignidad natural del hombre es la misma, predicando por ello su universalidad, pero al mismo tiempo, cuando de responsabilidades u obligaciones se trata, surja inmediatamente el relativismo que diluye los conceptos de justicia o injusticia a cuestiones meramente particulares, circunstanciales o culturales. Todos tenemos claro que nuestra vida es un valor que merece toda la tutela jurídica posible, pero comienza a no ser tan claro cuando de lo que se habla es de la vida de los demás. Por ello Ratzinger afirmará que “el relativismo es el problema más hondo de nuestro tiempo…”[63]
¿Cómo afrontar esta problemática?, es una cuestión a la que Ratzinger contesta señalando la necesidad de que la doctrina de los derechos humanos se complemente “con una teoría de los deberes del hombre y de sus limitaciones, [ya que ayudaría] a renovar la cuestión en el sentido de si no podría darse una razón de la naturaleza y de este modo también un Derecho de la razón para los hombres y su modo de estar en el mundo”, [64] es decir, de lo que se trata sería de volver a preguntarnos por los deberes del ser humano respecto de la comunidad, y constatar si esas obligaciones son correlativas a los derechos que hasta hoy hemos afirmado que tiene el ser humano frente a esa misma comunidad.
 Tal discusión tendría que plantearse y ponerse de manifiesto hoy de manera intercultural…”,[65] pero sin olvidar —refiere el Papa— que “la verdad es «lógos» que crea «diá-logos» y, por tanto, comunicación y comunión [por lo que rescata] a los hombres de las opiniones y de las sensaciones subjetivas, [y] les permite llegar más allá de las determinaciones culturales e históricas y apreciar el valor y la sustancia de las cosas”.[66]
En definitiva, no es posible constituir un vínculo condicional entre democracia y relativismo debido a dos razones: (a) si bien es cierto que la pluralidad democrática implica que haya personas con ideas diversas, es falso que la verdad y la justicia sean incognoscibles para el hombre; de hecho, es la misma pluralidad la que permite en mejor medida entrar en el proceso de la búsqueda de la verdad y la justicia; y (b) porque la vinculación de democracia y relativismo nos remite nuevamente a lo que ya hemos denominado como «democracia vacía», es decir, al hecho de que “el hombre quier[a] redefinir los contenidos esenciales de la misma humanidad, considerando que no existe ninguna verdad acerca del bien del hombre que no sea producto del consenso social”.[67] De esta forma, “el relativismo aparece así, al mismo tiempo, como el fundamento filosófico de la democracia”,[68] lo cual configura la «falacia democrática».[69]
 Lo cierto es que, afirmaría conclusivamente Ratzinger, la verdad, que es la propiedad del juicio respecto al ser, no es algo nominal sino real, es decir, es la conformidad de lo dicho o sostenido con la realidad. Así, si lo real no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto, las características de la verdad son: (1°) que es «una», debido al principio de no contradicción se da la imposibilidad de la doble verdad; (2°) que es «integral», porque no existen grados en la verdad, aunque el acceso y la posesión de ella puedan ser graduales y perfectibles; y (3°) que es «inmutable», debido a que no cambia, lo que cambia es su percepción y su ahondamiento.
En conclusión. Si el diálogo es una de las principales herramientas que postula el sistema democrático, visto a éste como el rostro institucional del relativismo, termina por atentar contra sí mismo, ya que si no existe la verdad (ni la justicia), ¿qué sentido tiene dialogar para buscarla? Nótese que, implícitamente, una democracia relativista niega la necesidad de diálogo, ya que —a su parecer— la verdad es inalcanzable. Cuando ello pasa, se cancela el diálogo y sólo queda camino para la imposición; he ahí el peligro de esta concepción. Por ello es que Ratzinger afirme que “el relativismo encierra su propio dogmatismo: está tan seguro de sí mismo que debe ser impuesto a los que no lo comparten. Con una actitud así, al final resulta inevitable el cinismo [ya que si] la mayoría tiene siempre la razón —como ocurre en el caso de Pilato—, el derecho tendrá que ser pisoteado. Entonces lo único que cuenta, a fin de cuentas, es el poder del más fuerte”,[70] y no la fuerza de un Derecho sustentado en la verdad, en la razón y en la naturaleza humana.




[1] De acuerdo con lo expresado por el cardenal Antonio Cañizares, el “…proceso de secularización constituye, lo sabemos bien, el latido del corazón de la modernidad. El fenómeno de la secularización, al menos en algunos países, asume cada día con más fuerza la forma de un laicismo, más o menos oficial, radical e ideológico, en que Dios no cuenta; se actúa «como si Dios no existiera», y a la fe se le reduce o recluye a la esfera de lo privado. En algunas partes, este laicismo se está convirtiendo en el dogma público básico, al tiempo que la fe es solo tolerada como opinión y opción privada, y así, a decir verdad, no es tolerada en su propia esencia. Este tipo de tolerancia privada ya se le concedió a la fe en la misma Roma del imperio: el sacrificio al emperador, en último término, sólo perseguía el reconocimiento de que la fe no representaba ninguna pretensión de carácter público, al menos de manera significativa. El desarrollo de este laicismo toca al núcleo y fundamento de nuestra sociedad; afecta al hombre en su realidad más viva y a su propio futuro.” (Véase: Cañizares, Antonio, “El cristianismo y el reto de la secularización”, Humanitas. Revista de Antropología y Cultura Cristiana, Chile, núm. 49, enero-marzo 2008, http://humanitas.cl/ html/revista/hum49_20081.html).
[2] Como muestra de la percepción que existe en torno a la Congregación para la Doctrina de la Fe, en el diálogo que sostuviera el cardenal Ratzinger con Peter Seewald en la década de los noventas, éste llegaría a afirmar que esa “…Congregación no sólo es la más antigua del Vaticano, sino que, además, ha sido durante siglos la más temida, el entonces llamado «Santo Oficio». Su tarea consiste en conservar la fe católica en toda su pureza, defender a la Iglesia contra las herejías y, en caso necesario, sancionar las infracciones contra la fe [y] siempre se piensa que su Congregación es bastante intransigente y poco respetuosa con la libertad humana.” (Véase: Ratzinger, Joseph, La sal de la tierra: cristianismo e Iglesia Católica ante el nuevo milenio: una conversación con Peter Seewald,  5ª ed., trad. de Carla Arregui Núñez, España, Palabra, 2005, p. 16 y 96).
[3] Biscaretti di Ruffia, Paolo, Introducción al derecho constitucional comparado, México, FCE, 1996, pp. 121 y ss.
[4] Canon 331, Código de Derecho Canónico, http://www.vatican.va
[5] Cabe señalar que sobre la separación de poderes, principio del constitucionalismo, Benedicto XVI dejó entrever su pensamiento durante su visita pastoral al Reino Unido, al expresar su estima por el Parlamento inglés, señalando que tal órgano “desde hace siglos (…) ha tenido una profunda influencia en el desarrollo de los gobiernos democráticos entre las naciones, especialmente en la Commonwealth y en el mundo de habla inglesa en general. [La] tradición jurídica —“common law”— sirve de base [afirmó Ratzinger] a los sistemas legales de muchos lugares del mundo, y [la] visión particular [anglosajona] de los respectivos derechos y deberes del Estado y de las personas, así como de la separación de poderes, siguen inspirando a muchos en todo el mundo.” (Véase: Benedicto XVI, Discurso en Westminster Hall-City of Westminster, Viaje apostólico al Reino Unido, 17 de septiembre de 2010, http://www.vatican.va/).
[6] Citado por Blanco Sarto, Paolo. Joseph Ratzinger: razón y cristianismo, España, Ediciones Rialp, 2005, p. 15.
[7] Ratzinger, Joseph, Las catorce encíclicas del Santo Padre Juan Pablo II, Conferencia pronunciada en Universidad Pontificia Lateranense de Roma, 9 de mayo de 2003.
[8]  Benedicto XVI, Carta Enc., Caritas in Veritate, 56.
[9] Benedicto XVI, Carta Enc., Spe Salvi, 23.
[10] Benedicto XVI, Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones, Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006, http://www.vatican.va/
[11] Vigo, Rodolfo Luis, “Neoconstitucionalismo y realismo jurídico clásico como teorías no-positivistas”, (en prensa).
[12] Alexy, Robert, El concepto y la naturaleza del derecho, Madrid, Marcial Pons, 2008, p.78
[13]  Cfr. Ratzinger, Joseph, Las catorce encíclicas del Santo Padre Juan Pablo II, Conferencia pronunciada en Universidad Pontificia Lateranense de Roma, 9 de mayo de 2003. Véase también Blanco Sarto, Paolo, Joseph Ratzinger: razón y cristianismo, op. cit., p. 15
[14] Cfr. Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, Londres, s.e., 1832, p. 59, http://books.google.com.mx
[15] Ratzinger, Joseph, Fe y Futuro, trad. de María del Carmen Blanco Moreno, Desclée De Brouwer, 2007, p. 21.
[16] Ibidem, p. 54.
[17] Ratzinger, Joseph, La última conferencia de Ratzinger: Europa en la crisis de las culturas, 1 de abril de 2005, Pronunciada en el monasterio de Santa Escolástica en Subiaco al recibir el premio «San Benito por la promoción de la vida y de la familia en Europa».
[18] Kelsen, Hans, Teoría Pura del Derecho, 2ª ed., trad. de Roberto Vernengo, México, IIJ-UNAM, 1982, p. 15.
[19] En otra de sus célebres obras, Kelsen afirmaría que “…liberar el concepto del derecho y la idea de la justicia es difícil, porque ambos se confunden en el pensamiento político no científico (…) Una teoría pura del derecho (…) se declara a sí misma incompetente para resolver la cuestión de si un determinado derecho es justo o no, o el problema acerca de cuál sea el elemento esencial de la justicia. Una teoría pura del derecho —en cuanto ciencia— no puede contestar esa pregunta, es virtud de que es imposible en absoluto responder a ella científicamente.” (Véase: Kelsen, Hans, Teoría General del Derecho y del Estado, 2ª ed., México, UNAM, 1995, p. 6)
[20] Ia. IIae, q. 95, a. 2, c.
[21] Ratzinger, Joseph, La sal de la tierra: cristianismo e Iglesia Católica ante el nuevo milenio: una conversación con Peter Seewald,  op. cit., p. 28.
[22] Jn 18, 33-40.
[23]  Cfr. Kelsen, Hans, ¿Qué es la justicia?, España, Ariel, 2008, p. 124.
[24] Ratzinger, Joseph, Verdad, Valores, Poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, op. cit., p. 88.
[25] No debe perderse de vista que la verdad en el ámbito jurídico es, al final de cuentas, la justicia en el caso concreto.
[26] Ratzinger, Joseph, Verdad, Valores, Poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, op. cit., p. 88.
[27] Cfr. Ibídem, p. 94.
[28] Ídem.
[29] Radbruch, Gustav, Introducción a la Filosofía del Derecho, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE, 1951, pp.178-180, http://books.google.com.mx/
[30] Esta problemática ha venido haciéndose patente, una y otra vez, al punto de que no habría más que apelar a la reciente crisis financiera global, la cual -afirma el teólogo alemán- “ha mostrado claramente la inadecuación de soluciones pragmáticas y a corto plazo relativas a complejos problemas sociales y éticos. Es opinión ampliamente compartida que la falta de una base ética sólida en la actividad económica ha contribuido a agravar las dificultades que ahora están padeciendo millones de personas en todo el mundo. Ya que toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral, igualmente en el campo político, la dimensión ética de la política tiene consecuencias de tal alcance que ningún gobierno puede permitirse ignorar.” (Véase: Benedicto XVI, Discurso en Westminster Hall-City of Westminster, Viaje apostólico al Reino Unido, 17 de septiembre de 2010, http://www.vatican.va/).
[31] Ídem.
[32] Ratzinger, Joseph, La última conferencia de Ratzinger: Europa en la crisis de las culturas, 1 de abril de 2005, Pronunciada en el monasterio de Santa Escolástica en Subiaco al recibir el premio «San Benito por la promoción de la vida y de la familia en Europa».
[33]  Cfr. Ratzinger, Joseph y Habermas, Jürgen, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, Encuentro, 2006, http://www.profesionalesetica.org/documentos/pdr/Dialogo_ Habermas_Ratzinger.pdf
[34] Ídem.
[35] Ídem.
[36] Cfr. Radbruch, Gustav, Introducción a la Filosofía del Derecho, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE, 1951, p.180, http://books.google.com.mx/
[37] Aparisi Millares, Ángela, Ética y deontología para juristas, Madrid, Eunsa, 2006, p. 74
[38] Cfr. Vigo, Rodolfo Luis, La injusticia extrema no es derecho: de Radbruch a Alexy, Argentina, Fontamara, 2008, pp. 512.
[39] Ratzinger, Joseph y Habermas, Jürgen, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, op. cit.
[40]  cfr. Benedicto XVI, Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones, Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006, http://www.vatican.va/
[41] Vigo, Rodolfo Luis, “Neoconstitucionalismo y realismo jurídico clásico como teorías no-positivistas”, (en prensa).
[42] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in Veritate, 59.
[43] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in Veritate, 43.
[44] Ratzinger, Joseph, et. al., El don de la vida, 4ª ed., Madrid, Ediciones Palabra, 2002, p. 19.
[45] Vigo, Rodolfo Luis, “Neoconstitucionalismo y realismo jurídico clásico como teorías no-positivistas”, (en prensa).
[46] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción «Donum Vitae» sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, 1987, http://www.vatican.va/
[47] Benedicto XVI, Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones, Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006, http://www.vatican.va/
[48] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in Veritate, 51.
[49] Ratzinger, Joseph y Habermas, Jürgen, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, op. cit.
[50] Ídem.
[51] Ídem.
[52]  Cfr. Vigo, Rodolfo Luis, “Neoconstitucionalismo y realismo jurídico clásico como teorías no-positivistas”, (en prensa).
[53] Ratzinger, Joseph y Habermas, Jürgen, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, op. cit.
[54] Ídem.
[55] Ídem.
[56] Ídem.
[57] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in Veritate, 43.
[58] Ratzinger, Joseph y Habermas, Jürgen, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, op. cit.
[59] Ídem.
[60] Ratzinger, Joseph, Verdad, Valores, Poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, op. cit., p. 86
[61] Ídem.
[62] Ibídem, pp. 86 y 87.
[63] Ratzinger, Joseph, Fe, verdad y tolerancia: el cristianismo y las religiones del mundo, trad. de Ruiz Garrido, Salamanca, Ediciones Sígueme, 2005, p. 65.
[64] Ratzinger, Joseph y Habermas, Jürgen, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, op. cit.
[65] Ídem.
[66] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in Veritate, 4.
[67] Lucas Lucas, Ramón, Horizonte vertical. Sentido y significado de la persona humana, 2ª reimpresión, Madrid, BAC, 2010, p. 195.
[68] Ratzinger, Joseph, Fe, verdad y tolerancia: el cristianismo y las religiones del mundo, op. cit., p. 105.
[69] Suponer que la verdad se encuentra en aquello que decida la mayoría.
[70] Ratzinger, Joseph, Verdad, Valores, Poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, op. cit., p. 95.