A propósito de las derrotas del paradigma
moderno[1]
“Somos enanos
encaramados en hombros de gigantes. Nuestra mirada puede abarcar más cosas y
ver más lejos que ellos. No porque nuestra vista sea más penetrante y nuestra
estatura mayor sino porque nos ha elevado su altura gigantesca.”[2]
Bernardo de Chartres
Publicado en Díkaion
(Revista de fundamentación jurídica. Universidad de la Sabana)
Volumen 21, N° 2 (2012)
A) Planteamiento general.
Se ha afirmado que “…al hombre de poca cultura le basta con percibir una
diferencia entre dos seres para inmediatamente oponerlos; pero los más
experimentados -afirma Miguel Reale- conocen el arte de distinguir sin separar, siempre
que no haya razones esenciales que justifiquen la contraposición.”[3]
Haciendo gala de su
cultura y experiencia, Bernardo de Chartres nos regala una idea cuya pretensión
es, a mi entender, vincular dos mundos construidos a partir de paradigmas[4] ciertamente distanciados
pero que no deben permanecer necesariamente separados, por lo que de esta forma
intenta concretar ese arte
de distinguir sin separar al que alude Reale.
Si los enanos representan a los «modernos» y los gigantes a los «clásicos»
siguiendo su comparación, es claro que más que rompimiento entre el mundo
clásico y el mundo moderno debe hablarse de complementariedad, ya que el
distanciamiento de paradigmas pudiera reducirse tanto como se desee, afirmando
por ejemplo que los enanos, si bien vemos por nuestros propios ojos, vemos
más allá gracias a los gigantes.
En palabras de Luis
Vives, para que tal distanciamiento no implique rompimiento, debe afirmarse que
“ni nosotros somos enanos ni ellos gigantes, sino que todos somos de la
misma estatura. En realidad, gracias a ellos -a los antiguos- ocupamos un lugar más elevado.” [5] Como sea, lo único evidente es que, al parecer, resultó poco realista distinguir
para separar u oponer para desgarrar, tal y como lo postulara Descartes con su «via
modernorum», afirmando que debía abandonarse el mundo clásico para comenzar
a hablar de lo que sucedería en un nuevo mundo (modernidad), pretensión que
Hannah Arendt calificó, precisamente, como un proceso de «alienación del
mundo».[6] En
suma, los modernos pretendieron romper con el mundo clásico provocando una
escisión que hoy no sólo se mira cada vez menos conveniente, sino inexistente.
Por ello, a diferencia de la pretensión moderna de distinguir para separar,
consideramos que de lo que se trata es de conocer el distanciamiento entre
ambas realidades -la clásica y la moderna- pero no con el afán de divorciarlas, sino sólo de advertir aquellas
divergencias que a nuestro parecer sí serían -en palabras de Reale-
razones esenciales que justifiquen esa
contraposición. En suma, lo que
intentaremos será identificar las tres grandes derrotas del paradigma moderno.
Y es que a diferencia de
lo que ocurría ayer en el mundo clásico, la invitación simplona del mundo (post)moderno
no es a retomar el arte de distinguir sin separar. Por el contrario, hoy
más que nunca se nos invita a la síntesis, a la sinopsis, al epítome, al
compendio y derivado de la tradición decimonónica del derecho, a la
codificación. La realidad, lejos de analizarla para comprenderla, hoy debe ser
vista mediante una lente que posibilite hacer un extracto/prontuario, de
preferencia muy bien resumido y que nos lleve a conclusiones rápidas y
precisas. Y si además, para efectos de la modernidad jurídica, esa visión puede
hacerse representar en la redacción de unas cuantas normas que estén “perfectamente”
codificadas, estructuradas y ordenadas, pues el resultado será “más que
deseable”. Perdida esa dimensión sapiencial -afirmará Grossi- el “simplismo y optimismo parecen las
características más llamativas del jurista moderno confirmado por las certezas
ilustradas.”[7]
Pero tal anhelo por
reducir la realidad al intentar comprenderla sólo mediante una visión
sintética, se ha traducido en un peligroso lastre para la ciencia jurídica.
Sólo por mencionar un ejemplo, si se parte de la base que una de las finalidades
más imperiosas del derecho es la consecución de la justicia y si la justicia es
tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales, la identificación de lo
justo no puede llevarse a cabo sino mediante un ejercicio analítico,
distinguiendo así, en el caso concreto, a los iguales de los desiguales.[8]
Por ello es que en el
Medioevo, el profesional del derecho, más que simple abogado, debía ser un jurisprudente,
en el entendido de que si la «prudencia» consiste “en discernir y
distinguir lo que es bueno o malo, para seguirlo o huir de ello”[9],
el «jurisprudente» será el que pueda discernir y distinguir lo justo de lo
injusto, para procurarlo o evitarlo, respectivamente. Así, el derecho era
concebido “sobre todo como interpretación, es decir, consistente sobre todo
en el trabajo de una comunidad de juristas que, sobre la base de textos
autorizados, lee los signos de los tiempos y construye un derecho (…) a costa
de ir más allá e incluso contra lo expuesto en esos textos que a menudo asumen
el reducido papel de momento de validez formal.” [10]
Como sea, lo que intentaremos en
este breve ensayo será delinear los aspectos que sí marcan un rompimiento entre
estas dos épocas, con el objeto de que podamos -enanos o no- advertir las tres grandes derrotas que el
paradigma moderno trajo consigo y que hoy nos impiden «encaramarnos en hombros
de gigantes» u «ocupar ese lugar más elevado», acciones que
simbolizan -en palabras de Bernardo
de Chartres y Luis Vives- la importancia del pensamiento del mundo clásico para la modernidad, ya que -parafraseando al poeta Antonio Machado- de lo que se trata es de saber cosechar
flores nuevas en raíces viejas.
B) Las semillas de la modernidad: ideas que
gestaron el distanciamiento.
Siguiendo a Daniel Innerarity,
“lo que ha sido radicalizado por la modernidad es la distinción de la
conciencia frente al mundo [ya que en] el inicio programático de la
modernidad no aparece directamente ni un naturalismo ni una secularización… [Así]
conciencia y mundo son los dos ejes fundamentales sobre los que gravita un
nuevo modo de pensar.”[11] Ya
no importará más lo que el hombre pueda mirar del mundo, sino en todo caso,
cómo es que puede mirarlo y cómo se es consciente de ese conocimiento.
De esta forma, “la
realidad [comienza a concebirse] como un orden lógico desde el hombre, (…)
lo existente empieza a ser y sólo es si es colocado por el hombre que
representa y elabora. [La] verdad equivale así a la certeza que el
sujeto obtiene de haber asegurado metodológicamente la objetividad [por lo
que] la atención se desplaza hacia los procedimientos del pensamiento, hacia
las reglas y métodos de constitución del saber con indiferencia del dominio
particular dentro del cual ellos mismos están llamados a operar.”[12] El
hombre le da la espalda al mundo y a la realidad para adentrarse en sí mismo.
En pocas palabras, esta
modificación en el desarrollo de la metafísica y la gnoseología significó
transitar de una filosofía del ser a una filosofía del pensar, es
decir, mientras que en el mundo clásico el primer principio del que
irremediablemente partía todo conocimiento (cualquiera que fuera su nivel de
abstracción) era la evidencia del objeto y su esencia, siendo el hombre capaz
de saber lo que las cosas son y no son («realismo filosófico»), para el mundo
moderno, el ser o las cosas se transformarían en objetos que son sometidos al
pensar debido a que la cosa en sí es incognoscible, por lo que el ser de
las cosas es sólo un ser percibido y así, el primer problema filosófico
para los modernos sería el problema del conocimiento, ya que las cosas,
más que conocidas, son pensadas («relativismo filosófico»).[13]
Lo fundamental ya no sería qué se conoce sino cómo lo conozco.
Nótese entonces que la
modernidad se gestó, fundamentalmente, a partir de un cambio de rumbo en el
pensamiento del hombre, cambio que no tuvo una generación espontanea, sino que
pudiera ubicarse en las ideas de muchos pensadores, que aquí reduciremos a
cuatro, debido a que sus ideas sembrarían, según nuestra consideración, las
semillas de lo que a la postre terminarían por ser los puntos de partida de los
errores que hemos propuesto identificar en el pensamiento moderno. Veamos
b.1)
Nicolas Maquiavelo: el fin justifica los medios.
En primer lugar, y atendiendo
a un estricto orden cronológico, nos referirnos a Nicolás Maquiavelo (1469-1527),
escritor italiano cuyo pensamiento quedó plasmado en su obra principal “El
príncipe”. De ella transcribiremos breves párrafos que nos permitirán
abstraer los postulados que a nuestro parecer serían la semilla de la modernidad
en los ámbitos ético, político y jurídico.
“En las acciones de todos los hombres, pero especialmente en las de los
príncipes (…) se considera simplemente el fin que ellos llevan. Dedíquese,
pues, el príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su Estado.
Si sale con acierto, se tendrán por honrosos siempre sus medios, alabándoles en
todas partes: el vulgo se deja siempre coger por las exterioridades, y seducir
del acierto.”[14]
“Se presenta aquí la cuestión de saber si vale más ser temido que amado.
Se responde que sería menester ser uno y otro juntamente; pero como es difícil
serlo a un mismo tiempo, el partido más seguro es ser temido [ya
que] amando los hombres a su voluntad y temiendo a la del príncipe, debe
éste, si es cuerdo, fundarse en lo que depende de él y no en lo que depende de
los otros…”[15]
“Puedes parecer manso, fiel, humano, religioso, leal, y aún serlo; pero
es menester retener tu alma en tanto acuerdo con tu espíritu, que, en caso
necesario, sepas variar de un modo contrario.”
[16]
Tres son las ideas que
condensarían estos párrafos: (i) el fin justifica los medios; (ii)
es preferible ser temido a ser amado y, en suma, (iii) la
estrategia de la simulación debe ser la herramienta fundamental en el terreno
político. Luego, nótese cómo se actualiza aquello antes dicho, de que ya no
importará más qué mira el hombre del mundo, de la realidad, de la política,
sino en todo caso, cómo es que puede mirarlo, ya que lo “propio de la simulación
(…) es anular la diferencia entre lo real y su apariencia, declarar imposible
el comportamiento auténtico y la palabra cierta, conceder a la representación [cuasi
teatral] el estatuto de la realidad…”[17]
De esta forma, la
política prescinde de la ética y con ello, ya no habrá lugar para la distinción
de lo bueno y lo malo, ni de lo justo y lo injusto.
Todo en política se reducirá a la apariencia: antes del ser importará
más el parecer, lo que en el ámbito jurídico se materializaría con la
relación entre el «derecho» y la «ley». El derecho, que
recién veíamos era «lo justo», ya no se determinará a partir de la
realidad, del caso concreto, sino que ahora será necesario partir de su
representación, es decir, de la «ley positiva». La ley sería, desde ese
entonces, la apariencia misma de la justicia, lo cual se oponía -dicho
sea de paso- a la tradición jurídica clásica consistente en afirmar que “…la ley
que no es justa no parece que sea ley…”[18]
Así, “el drama del
mundo moderno consistirá en la absorción de todo el derecho por la ley, en su
identificación con la ley, aunque sea mala o inicua”[19], transitándose
así -afirma Grossi- a la construcción de algunos edificios vacíos e irreales de la cultura
moderna y pretendiendo destruir -sin éxito- otros de la cultura jurídica clásica: el derecho
es sustituido por la ley; de lo justo se transita a lo legal,
a la legalidad y la justicia termina por convertirse en seguridad
jurídica.
b.2)
Martín Lutero: la razón es la prostituta del diablo.
En segundo lugar nos
referirnos a Martín Lutero (1473-1556), religioso alemán cuyo pensamiento quedó
plasmado en su obra principal “De servo albedrío”. De ella
transcribiremos breves párrafos que nos permitirán abstraer los postulados que,
a nuestro parecer, también serían la semilla de la modernidad en los ámbitos
religioso y ético. Veamos.
“La razón es la mayor
prostituta del diablo; por su naturaleza y manera de ser es una prostituta
nociva, devorada por la sarna y la lepra, que debería ser pisoteada y
destruida, ella y su sabiduría (…) Es y debe ser ahogada en el Bautismo (…)
merecería que se la relegase al lugar más sucio de la casa, a las letrinas.”[20]
“Pues una vez que se ha
admitido y determinado que tras la pérdida de la libertad, el libre albedrío
está bajo coacción en la servidumbre del pecado y no puede querer un ápice de
lo bueno, yo puedo sacar de estas palabras esa única conclusión: que el libre
albedrío es una palabra vacía cuyo contenido real se ha perdido.” [21]
“Por la misma razón he
atacado hasta ahora también al papa, en cuyo reino no hay nada más difundido y
comúnmente aceptado que la afirmación de que las Escrituras son obscuras y
ambiguas, y que es preciso pedir de la
sede apostólica en Roma el espíritu como intérprete (…) Nosotros decimos así: (…)
cada uno, iluminado en cuanto a su propia persona y ara la salvación de él solo
por el Espíritu Santo o un don especial de Dios, juzga y discierne con entera
certeza los dogmas y opiniones de todos.” [22]
“Sin embargo, no puede un
hombre humillarse del todo hasta que no sepa que su salvación está
completamente fuera del alcance de sus propias fuerzas, planes, empeños,
voluntad y obras, y que esta salvación depende por entero del libre albedrío,
plan, voluntad y obra de otro, a saber, del solo Dios. En efecto: (…) el que no
duda por un momento de que todo está en la voluntad de Dios, éste desespera
totalmente de sí mismo, no elige nada, sino que espera que Dios obre; y el tal
es el más cercano a la gracia, de modo que puede ser salvado…”[23]
Cuatro son las ideas que
condensarían estos párrafos: (i) la razón, al ser la prostituta
del diablo, es incapaz de conocer la verdad; (ii) el hombre no
posee libre albedrío ya que el pecado original devastó su naturaleza; (iii)
la posibilidad del creyente de construir, sin dependencia de otro, sus
propios dogmas; y (iv) lo que en palabras de Innerarity es el “principio
luterano de la certeza subjetiva de salvación frente a la rectitud intrínseca
de las acciones”[24],
es decir, que el hombre se salvará sólo si es voluntad divina: nada puede
hacer él al respecto. De esta forma, resulta evidente que hay en Lutero una “insatisfacción
del espíritu con el mundo exterior”[25]
y por ello, más que erigirse en reformador del mundo -como
muchos lo han catalogado-, opta por olvidarse de ese mundo para construir el suyo propio
a base de la confirmación del «yo». Un «yo» -dicho
sea de paso- muy venido a menos, ya que también vemos en Lutero la semilla de lo
que posteriormente sería un claro signo de la modernidad: el pesimismo
antropológico.
A partir de todo lo
anterior, el “débil vínculo que lo unía a la realidad se rompe ahora por
completo: la existencia misma de la realidad se debe a la libertad e infinitud
del yo, en el que se contiene la totalidad de lo real (…) No existe objeto sin
sujeto [estableciéndose así] la identidad de lo real y lo racional, de
la ontología y la lógica… [Así] el idealismo absoluto consuma la
modernidad y desvela el sentido de las aspiraciones que le dieron origen.”[26]
Podrá parecer
contradictorio que apelemos a Lutero como inspirador de la filosofía moderna
cuando el propio religioso arroja a la razón -dice él- al lugar más sucio de la casa, a las
letrinas. Sin embargo, nótese que tal postulado resulta coherente con la
idea que a la postre postulará Descartes al afirmar que el hombre no debe
fiarse de la razón -ésta puede ser engañada- por lo que más bien habrá que apelar a los sentidos y por ello, a la
evidencia empírica y al método. No hay duda de que es Lutero uno de los
primeros pensadores que, por paradójico que parezca, al dudar de la razón, al
atribuirle la calidad de prostituta del diablo la imposibilita para conocer la
verdad, invirtiendo así el proceso de conocimiento para centrarlo en el sujeto
cognoscente y no en el objeto conocido, sembrando así la semilla del «racionalismo»
que reduciría todo a leyes lógicas pretendiendo imitar el rigor de las
matemáticas, de las ciencias exactas y negando, por ejemplo, la objetividad de
la ley moral y de los principios jurídicos. En definitiva -afirmarán
los modernos- la “razón no puede someterse a ninguna ley que no se haya dado a sí misma.”[27]
De ahí que al “jurista
moderno imperativo y formalista -afirma Grossi- le va mucho la construcción kelseniana de
una Teoría pura del derecho aunque se resuelva en un castillo de formas, en una
armonía abstracta de líneas, ángulos y círculos, en suma, en una geometría que
debía sacar fuerza de sí misma pero que brotaba de la nada y en la nada se
fundaba.”[28]
Así, la «Ilustración»,
entendida como ese desarrollo de mecanismos de reducción de la complejidad[29], comienza a vislumbrarse
desde Lutero, quien desplazaría la compleja objetividad por la simpleza
de la subjetividad, lo que traducido al mundo jurídico impactaría, por
ejemplo, en que sea más importante la voluntad del legislador (sujeto),
que lo justo en el caso concreto (objeto). No hay duda que
siempre será menos complejo construir la realidad idealmente -apuesta
ciertamente ilustrada- que intentar analizarla para comprenderla.
b.3)
Thomas Hobbes: el hombre es el lobo del hombre.
En tercer lugar nos
referiremos a Thomas Hobbes (1588-1679), filósofo inglés cuyo pensamiento quedó
plasmado en su obra principal “Leviathán”. De ella transcribiremos
breves párrafos que nos permitirán abstraer los postulados que, a nuestro
parecer, constituirán igualmente la semilla de la modernidad en los ámbitos político
y jurídico:
“El derecho de
naturaleza, lo que los escritores llaman comúnmente jus naturale, es la
libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la
conservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por
consiguiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere
como los medios más aptos para lograr ese fin.”[30]
“…la buena inteligencia
de las criaturas irracionales es natural, mientras que la de los hombres lo es
solamente por pacto, [razón
de más para que exista] un poder común que los mantenga a raya y dirija sus
acciones hacia el beneficio colectivo…”[31]
“El único camino para
erigir semejante poder común, capaz de defenderlos [a los hombres] contra la invasión de los
extranjeros y contra las injurias ajenas (…) es conferir todo su poder y
fortaleza a un hombre o una asamblea de hombres (…) por pacto de cada hombre
con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y
transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí
mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y
autorizaréis todos sus actos de la misma manera.”[32]
Tres son las ideas que
condensarían estos párrafos: (i) en el estado de naturaleza el
hombre se convierte en el lobo del hombre; (ii) la buena
inteligencia en los hombres sólo es posible tras el pacto social y por lo
tanto, (iii) es necesario que el hombre renuncie por completo, en
beneficio del Estado, al derecho de gobernarse a sí mismo. De esta forma, vemos
en Hobbes otro de los signos que serán característicos en el pensamiento
moderno, lo cual habíamos adelantado ya por las ideas de Lutero: el pesimismo
antropológico. La filosofía clásica, que apostaba por el hombre al considerarlo
«zoon politikón»[33]
y por ello capaz de conformar una sociedad natural sustentada en valores y
principios pre-estatales y pre-jurídicos, perdía por completo la confianza
en él, al punto de considerar que su buena inteligencia es sólo posible por
pacto.
Nuevamente se hace
presente el desprecio por las capacidades de la razón que ya advertíamos en
Lutero. Como el hombre es malo por naturaleza y su razón incapaz por sí sola de
la buena inteligencia, será necesario que el hombre concrete el pacto. Luego,
será lógico que en el ámbito de lo jurídico, Hobbes llegue a postular que:
“…para cada súbdito,
aquellas reglas que el Estado le ha ordenado de palabra o por escrito o con
otros signos suficientes de la voluntad, para que las utilice en distinguir lo
justo de lo injusto, es decir, para establecer lo que es contrario y lo que no
es contrario a la ley (…) no pudiendo ser reputado injusto lo que no sea
contrario a ninguna ley”[34]
De esta forma, el “derecho
moderno está tan marcado por su esencial vinculación con el poder político que
aparece como el mandato de un superior a un inferior -de arriba a abajo-, visión imperativa que lo identifica (…) con una
regla autorizada y autoritaria -lo que a dicho de Grossi-
tiene un costo altísimo (…) la pérdida de la dimensión [sapiencial]
del derecho”.[35]
No por nada, uno de los modernos
que serían promotores del pensamiento hobbesiano -Jean-Jacques Rousseau (1712-1778)-
afirmaría en su “Contrato Social” que:
“El paso del estado de la
naturaleza al civil produce en el hombre una mutación muy notable, sustituyendo
en su conducta la justicia al instinto, y dando a sus acciones la moralidad que
les faltaba antes. Entonces es cuando la voz del deber sucediendo a la
impulsión física, y el derecho al apetito, el hombre que hasta aquí no había
mirado más que a sí mismo, se ve obligado a obrar por otros principios y a
consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones.”[36]
Al hombre, incapaz de
discernir lo bueno de lo malo y lo justo de lo injusto, sólo le resta seguir el
camino de “una sola fuente plenamente expresiva de la juridicidad que es la
ley. Una ley -la de los modernos- que se concreta más en un acto de voluntad que de
conocimiento.”[37]
Quizá ahora entendamos mejor por qué aquella
semilla de Lutero, que tachaba a la razón como la prostituta del diablo, no
genera ninguna paradoja de cara al racionalismo, ya que racionalismo jurídico
significará la postulación de ciertos criterios formales para determinar la
juridicidad de la ley (fases del proceso legislativo), y por ello, no representaría
en realidad un impulso de la razón o de la dimensión sapiencial del derecho,
sino una obediencia acrítica a la voluntad política, a la voluntad general.
Es bien sabido que el mismo
Rousseau manifestaría una fe ciega en la ley, al señalar que la voluntad
general era la que el pueblo estatuye para sí mismo, de manera que la ley,
cuando reunía las condiciones de generalidad y abstracción y resultaba del consenso
popular, no podía ser injusta, ya que nadie lo es consigo mismo.[38]
Se siembra de esta forma otra semilla de nefastas consecuencias en el ámbito
del derecho: el iuspositivismo ideológico. Tal postura consistió en
aseverar que el aplicador
jurídico y el destinatario de las normas positivas no podían ejercer ninguna
clase de crítica respecto del contenido y fundamento axiológico de tales
normas, ya que el legislador era infalible, es decir, nunca se equivocaba.
Luego, el jurista moderno, lejos de utilizar la razón para considerar la
justicia o la injusticia del contenido legal, se limitó a verificar las pautas
formales de su creación y a obedecer como ciudadano -otrora súbdito- los mandatos del legislador infalible -otrora Príncipe-. Luego, la paradoja se
genera, no con las semillas de la modernidad, sino con su posterior
postulación. Por ejemplo, Innerarity lo advierte con suma claridad al afirmar
que “ya Nietzsche [había descubierto] en el racionalismo la fuerza
endógena de la modernidad: «cualquiera que da empuje a la racionalidad también
devuelve nuevas fuerzas al poder opuesto, misticismo y locura de todas clases».”
b.4)
René Descartes: «cogito ergo sum».
En cuarto, y último
lugar, nos referiremos a René Descartes (1596-1650), filósofo, matemático y
físico francés, considerado como el padre de la filosofía moderna, y cuyo
pensamiento quedó plasmado en su obra principal “Discurso del método”. De
ella transcribiremos breves párrafos que nos permitirán abstraer los postulados
que, a nuestro parecer, serían asímismo semilla de la modernidad en los ámbitos
político y jurídico. Veamos.
“Pero advertí luego que,
queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo,
que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: «yo pienso,
luego soy», era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de
los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo,
como el primer principio de la filosofía que andaba buscando.”[39]
“Pues, en último término,
despiertos o dormidos, no debemos dejarnos persuadir nunca sino por la
evidencia de la razón [no
debiendo] no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con
evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la
prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase
tan clara y distintamente a mí espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de
ponerlo en duda.” [40]
“Esas largas series de
trabadas razones muy simples y fáciles, que los geómetras acostumbran emplear,
para llegar a sus más difíciles demostraciones, habíanme dado ocasión de
imaginar que todas las cosas, de que el hombre puede adquirir conocimiento, se
siguen unas a otras en igual manera, (…) y considerando que, entre todos los
que hasta ahora han investigado la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos
han podido encontrar algunas demostraciones, esto es, algunas razones ciertas y
evidentes, no dudaba de que había que empezar por las mismas que ellos han
examinado…”[41]
Cuatro son las ideas que
condensarían estos párrafos: (i) el ser deriva del pensar;
(ii) no debemos dejarnos persuadir sino por la evidencia de la
razón; (iii) el método científico del conocimiento teórico (de
las ciencias exactas), le es aplicable al conocimiento práctico (de las
humanidades); y (iv) sólo las matemáticas le ofrecen un
conocimiento seguro al hombre. De esta forma se siembran las semillas de lo que
a la postre sería el desarrollo del «positivismo», que impactaría en
todas las ciencias y según el cual, el único auténtico conocimiento es el
científico, es decir, las teorías (no necesariamente realidades o verdades),
que se obtengan a través del método científico.
Así, un reduccionismo hace
presa del conocimiento en aras de acentuar, unilateralmente, “la dimensión
subjetiva del saber, entendido éste como proceso que garantiza la seguridad y
la certeza. A esta aspiración responden la claridad y distinción que Descartes
exige a las ideas, la seguridad de las ciencias positivas que Kant busca para
la filosofía, la pretensión hegeliana de alcanzar un saber absoluto, o los
intentos de Husserl por elaborar una filosofía como ciencia estricta.”[42] Descartes
“pretende así -afirma Innerarity-
la eliminación de las incertidumbres a través de un método en el que nada
sea sustraído a la mirada vigilante de la conciencia. De este modo, se
alcanzará aquella ciencia universal que ha de convertir a los hombres en
maitres et possesseurs de la nature [dueños
y poseedores de la naturaleza].”[43] Tal
pretensión traería, como ya hemos dicho, nefastas consecuencias a todas las
ciencias -las exactas y las no exactas-, debido a que Descartes pretende alcanzar con
el método un “saber mediante la puesta en marcha de un proceso que es
plenamente controlado en virtud de su origen absoluto (…) Ahora bien, dominar
un proceso desde el origen es lo mismo que crear. La modernidad está [por
ello] abocada a un constructivismo epistemológico. Desde Hobbes el hombre
sólo conoce lo que hace o, como explica el propio Kant, se conocen objetos cuando
se construyen…”[44]
Construir -podría
afirmarlo cualquiera- ha sido uno de los grandes avances de la modernidad, lo cual
suscribimos por entero; sin embargo, no todo ha sido positivo, es más, haciendo
un balance objetivo habría que reflexionar si se ha ganado más de lo que se ha
perdido. Y es que “…cómo progresivamente se ha ido desmoronando la confianza
que la modernidad tenía en sí misma (…) cada vez es más evidente que, con los
avances, también hay posibilidades de destrucción [debido a que] la
razón ética del hombre quizá no ha crecido tanto, y entonces sucede que el
hombre convierte su poder en poder de destrucción…”[45], lo
que en el ámbito jurídico y político sería desgarradoramente actualizado por el
orden jurídico del Estado nazi.
Gustav Radbruch, al
referirse al Estado nazi, señalaría que el “positivismo, que podríamos
compendiar en la lapidaria fórmula de ‘la ley es la ley’, dejó a la
jurisprudencia y a la judicatura alemanas inermes contra todas aquellas
crueldades y arbitrariedades que, por grandes que fueran, fuesen plasmadas por
los gobernantes de la hora en forma de ley… [Así] el derrumbamiento del
Estado nazi, basado en la negación del Derecho, coloca continuamente a la
judicatura alemana ante preguntas que el caduco, pero aún vivo positivismo, no
sabrá nunca contestar. He aquí algunas de ellas: ¿Deben mantenerse en vigor las
medidas adoptadas en cumplimiento de las leyes raciales de Nuremberg? ¿Siguen
teniendo validez jurídica, hoy, los actos de confiscación de las propiedades de
los judíos, realizadas en su día al amparo del que era Derecho vigente en el
Estado nazi? ¿Deberemos considerar firme y jurídicamente válida la sentencia
por la que la judicatura del Estado nazi, a tono con la legislación vigente en
él, condenó a muerte, como delito de alta traición, el simple hecho de escuchar
una emisora de radio enemiga? (…) El positivismo jurídico heredado del pasado
remitiríase, para contestar a todas estas preguntas o a cualquiera de ellas, a
lo contenido en la ley…”[46]
No hay duda que el
problema no es menor y que se gesta debido a que las ideas de Descartes provocarían
un cambio sustancial en el proceder científico del hombre. En el mundo clásico,
eran tres conceptos los que -interdependientes entre sí- marcaron el desarrollo de las ciencias: «theoria»,
«praxis» y «poiesis». La «theoria», que no era otra cosa que
el conocimiento teórico, estaba dispuesta a la búsqueda de la verdad y sometida
a ella, para lo cual postulaba «theorias»; por su parte, la «praxis» era
el conocimiento práctico que se encontraba regido por la ética y la moral y en
última instancia, los clásicos identificaban a la «poiesis» como el
conocimiento pragmático que servía a la habilidad técnico-artesana, es decir,
era todo proceso creativo pero sometido a una causa: la que justificaba
convertir el no-ser al ser, el pasar -afirmaría
el Estagirita- de la potencia al acto. Pero en todo caso, la
interdependencia entre tales conceptos era fundamental: la «poiesis» (conocimiento
pragmático) estaría sometida a la «praxis» (conocimiento práctico), y a
su vez, la «praxis» estaría sometida por a la «theoria» (conocimiento
teórico).
Muy por el contrario, en
el mundo moderno, la pretensión de Descartes, tal y como ya lo hemos referido, posibilitó
convertir a los hombres en dueños y poseedores de la naturaleza. De esta forma,
la «theoria», la «praxis» y la «poiesis» no se
delimitarían más, debido a que, como lo refieren los autores analizados, la
verdad es incognoscible, siendo lo central en el proceso de conocimiento el
sujeto cognoscente. Esta es la razón por la que las «theorias» ya no se
encuentran sometidas a nada, sino sólo a un método científico que las
compruebe, ergo, la «praxis», cuyo proceder se guiaba por una
ética y una moral objetivas, pierde el norte, para guiarse ahora por tantas
morales como seres humanos existan, lo que terminaría por convertir a la «poiesis»
en el único conocimiento con importancia. Así, “las cuestiones prácticas son
desprovistas de su carácter veritativo o abordadas desde una perspectiva
técnico-estratégica.” [47]
Luego, si a lo anterior
adherimos ese subjetivismo propio de la modernidad, esa
auto-confirmación del «yo» y esa pretensión de que el hombre sea dueño y
poseedor de la naturaleza, es muy lógico que entre “las características más
destacadas de la época moderna se puedan encontrar las categorías típicas del
homo faber: su instrumentalización del mundo, la declaración de su soberanía -que
no libertad- que le lleve a considerar lo que le rodea como material que puede
ser manipulado en beneficio propio, su desprecio por todo lo que no pueda ser
reducido a principio de utilidad [y] la preferencia por lo artificial.”[48]
¿Y qué tiene que decir el
derecho frente a esto? Pareciera que la modernidad jurídica le invita a quedar
callado, debido a que tal y como lo hemos dicho, el positivismo jurídico le
impide al intérprete cuestionarse por el contenido ético, moral o axiológico de
la ley. No por nada nos relata Grossi que recuerda “con espanto cuanto
escribía, en un reprochable paroxismo legalista, [su] maestro de derecho
procesal civil, Piero Calmandrei, sobre la necesidad suprema de la obediencia
incluso al precepto legislativo que produce horror al ciudadano común. Y de
leyes que producen horror a nuestra conciencia moral -sigue
afirmando Grossi- no está desprovisto, por desgracia, el siglo XX”[49], tal
y como ya lo hemos relatado apelando líneas arriba a Gustav Radbruch.
En vista de lo anterior, el problema de la
inversión que sufrió la relación entre «theoria», «praxis» y
«poiesis» es evidente[50]
y consiste en advertir que “una confusa ideología de la libertad conduce a
un dogmatismo que se está revelando cada vez más hostil para la libertad [al
punto de que] ahora es válido el principio, según el cual, la capacidad del
hombre consiste en su capacidad de acción. Lo que se «sabe hacer», se «puede
hacer». Ya no existe un «saber hacer» separado del «poder hacer», porque
estaría contra la libertad, que es el valor supremo. Pero el hombre sabe hacer
muchas cosas, y sabe hacer cada vez más cosas; y si este «sabe hacer» no
encuentra su medida en una norma (…) se convierte, como ya lo podemos ver, en
poder de destrucción. El hombre sabe clonar hombres, y por eso lo hace. El
hombre sabe usar hombres como almacén de órganos para otros hombres, y por
ello lo hace; lo hace porque parece que es una exigencia de su libertad. El
hombre sabe construir bombas atómicas y por ello las hace, estando, en línea de
principio, también dispuesto a usarlas. Al final, hasta el terrorismo se basa
en esta modalidad de auto-autorización del hombre…”[51]
Es por ello que
coincidimos con Innerarity en que hemos “desentrañado uno de los aspectos
que con mayor nitidez destacan a la modernidad sobre la filosofía anterior: la
renuncia del hombre a entenderse a sí mismo como parte de la naturaleza. En el
pensamiento clásico, la filosofía política giraba en torno a una noción
finalista de la naturaleza; el hombre se sentía amparado por ella en su ser y
en su obrar. [Sin embargo] con la pérdida del sentido teleológico
de la naturaleza, tras la constitución de la imagen moderna del mundo -generalmente mecanicista- conocer se hace sinónimo de dominar algo extraño y
condición necesaria de la autoposición de un sujeto que pretende liberarse de
toda clase de supuestos. La consideración de una naturaleza desprovista de
fines inmanentes deja el camino libre a un dominio ilimitado del hombre sobre
el mundo.”[52]
C) Las tres derrotas a las que nos orilla el paradigma
moderno.
Una vez que hemos
analizado lo que a nuestro parecer fueron las semillas que marcaron en los
siglos XV, XVI y XVIII los inicios del paradigma moderno, ideas que a
pesar de haber sido un muy tenue giro de timón, con el trayecto recorrido desde
hace cinco siglos hasta nuestros días, terminaron por significar un
distanciamiento muy profundo con la ruta construida durante más de veinte
siglos por la filosofía clásica, estamos ahora en posibilidades de señalar los aspectos que
sí marcan un rompimiento entre estas dos épocas, con el objeto de que podamos -enanos o no- advertir las tres
derrotas filosóficas que la modernidad trajo consigo y que hoy nos impiden «encaramarnos
en hombros de gigantes» u «ocupar ese lugar más elevado» que simbolizan
en palabras de Bernardo de Chartres y de
Luis Vives, la importancia del pensamiento del mundo clásico para la modernidad.
A modo de recapitulación,
las derrotas identificadas son las siguientes:
c.1)
Realismo clásico vs. Relativismo moderno: la derrota en el ámbito de la verdad.
La primera batalla
se da en el campo del amor a la verdad. Suele ser la primera que se pierde. Como lo hemos advertido, mientras que en el mundo clásico el primer
principio del que irremediablemente partía todo conocimiento (cualquiera que fuera
su nivel de abstracción), era la evidencia del objeto y su esencia («objetivismo»),
siendo el hombre capaz de saber lo que las cosas son y no son, es decir, capaz
de conocer la verdad («realismo filosófico»), para el mundo moderno, el
ser o las cosas se transformarían en objetos que son sometidos al pensar debido
a que la cosa en sí es incognoscible, por lo que el ser de las cosas es
sólo un ser percibido siendo lo determinante el sujeto
cognoscente («subjetivismo»).
Así, el primer problema
filosófico para los modernos sería el problema del conocimiento, ya que
las cosas, más que conocidas, son pensadas («relativismo filosófico»). Lo
fundamental ya no sería qué se conoce sino quién y cómo se
conoce, transitando de lo real a lo racional, de la ontología
a la lógica y gestándose así un idealismo absoluto y una cultura de la
apariencia y de la simulación: antes del ser importará más el parecer.
Aunado a ello, la vinculación entre democracia y relativismo producirían
el defecto denominado como «democracia vacía», “la cual no se apoya ni en
los valores ni en la verdad sino en los procedimientos”[53], es
decir, “el hombre [comenzará a] redefinir los contenidos esenciales
de la misma humanidad, considerando que no existe ninguna verdad acerca del
bien del hombre que no sea producto del consenso social.”[54] De
esta forma, “el relativismo aparece así, al mismo tiempo, como el fundamento
filosófico de la democracia”[55],
lo cual configuraría a la larga la denominada «falacia democrática», es
decir, suponer que la verdad se encuentra en aquello que decida la mayoría.
Las ideas que gestarían esta derrota del
paradigma moderno serían principalmente las postuladas por Maquiavelo (la
simulación como herramienta fundamental en el terreno político), Lutero (la
razón, al ser la prostituta del diablo, es incapaz de conocer la verdad; el creyente
puede construir sin dependencia de otro sus propios dogmas), y Descartes (cogito
ergo sum).
Lo cierto es que la
verdad, que es la propiedad del juicio respecto al ser, no es algo nominal
sino real, es decir, es la conformidad de lo dicho o pensado con la
realidad. Así, si lo real no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo
aspecto, las características de la verdad son: (i) que es «una»,
ya que debido al principio de no contradicción se da la imposibilidad de la
doble verdad; (ii) que es «integral», porque no
existen grados en la verdad, aunque el acceso y la posesión de ella puedan ser
graduales y perfectibles; y (iii) que es «inmutable»,
debido a que no cambia, lo que cambia es su percepción y su ahondamiento. Por ello
es que, en honor a la verdad, tendríamos que
parafrasear a Cartesius para afirmar, en todo caso: «sum ergo
cogito».
c.2) Optimismo
antropológico clásico vs. Pesimismo antropológico moderno: la derrota en el
ámbito de la confianza.
La segunda batalla tiene
lugar en los terrenos de la confianza. Mientras que el planteamiento
aristotélico, representativo del mundo clásico, afirmaba que lo propio del
hombre con respecto de los demás animales es que él solo tiene la percepción de
lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto y por ello es considerado un
ser capaz de conformar una sociedad natural sustentada en valores y principios
pre-estatales y pre-jurídicos; para el mundo moderno sólo el pacto social, es
decir, el paso del estado de la naturaleza al civil, es capaz de producir en el
hombre la mutación necesaria que sustituya en su conducta el instinto por la
justicia, y darle a sus acciones la moralidad que les faltaba antes.
Así, perdida la confianza
en el hombre será necesaria la construcción -muy ad hoc a la tesis del homo faber-
de una superestructura -el Estado- que le muestre, a través de sus reglas y leyes, la diferencia entre lo
justo y lo injusto. De ahí que el derecho moderno dependa por completo del poder
político que aparece como el mandato de un superior a un inferior, de una regla
autorizada y autoritaria que terminará por
tener un costo altísimo: la pérdida de la dimensión sapiencial del
derecho. El “derecho” (entendido como sinónimo de «ley») se construye a
partir de un iuspositivismo ideológico, es decir, sobre la necesidad de una
obediencia ciega a la “voluntad general”, incluso al precepto legislativo que
produce horror al ciudadano común. El derecho deja de ser una dimensión desarrollada
en el ámbito de la «auctoritas» -la norma era respetada porque se observaba algo
valioso detrás de ella que era capaz de vincular las conciencias-,
para trasladarse al terreno exclusivo de la «potestas» -la
ley se obedece porque hay coacción-.
Las ideas que gestarían
esta derrota del paradigma moderno serían principalmente las postuladas por
Lutero (el hombre no posee libre albedrío ya que el pecado original devastó
su naturaleza; el hombre se salvará sólo si es voluntad divina: nada puede
hacer él al respecto), Hobbes (en el estado de naturaleza el hombre se
convierte en el lobo del hombre; la buena inteligencia en los hombres sólo es
posible tras el pacto social; es necesario que el hombre renuncie por completo,
en beneficio del Estado, al derecho de gobernarse a sí mismo), y Descartes
(no debemos dejarnos persuadir sino por la evidencia de la razón).
c.3)
Homo sapiens vs. Homo faber: la derrota en el ámbito de la ciencia.
La tercera derrota es
más grave porque ocurre ya en el mundo de la ciencia. Tal y como ya lo hemos advertido, mientras que
en el mundo clásico la «poiesis» (conocimiento pragmático) estaría
sometida a la «praxis» (conocimiento práctico), y a su vez, la «praxis»
estaría sometida por a la «theoria» (conocimiento teórico),
generándose una diferenciación entre el «saber hacer» y el «poder
hacer»; en el mundo moderno la «theoria», la «praxis» y la
«poiesis» invierten su nivel de importancia desvinculándose entre sí. La «theoria»
sin verdad y la «praxis» sin ética, provocarían que la «poiesis» gobierne
las ciencias sin parámetro alguno.
Se adormece así al homo
sapiens para despertar al homo faber, cuya capacidad consiste en su
capacidad de acción, no de reflexión. Lo que se «sabe hacer», se «puede
hacer», no existiendo un «saber hacer» separado del «poder hacer»:
si el hombre sabe clonar hombres, puede clonarlos. El «saber hacer» no
encuentra su medida en norma alguna y se convierte, como ya lo ha podido
constatar la historia, en poder de destrucción. Instrumentalizado el mundo, declarada
la soberanía del hombre sobre todo lo que lo rodea, material que puede ser
manipulado en su beneficio y entronizado el principio de utilidad en todas las
ciencias («utilitarismo»), cuyo objetivo es reducir lo verdadero
a lo útil: si es útil y posible, ¡hazlo!, el hombre ha renunciado así a entenderse
a sí mismo como parte de la naturaleza y se ha erigido en dueño y señor de la
misma.
Lo grave es que, perdida
esta última batalla, al hombre ya sólo le quedan dos caminos: engañarse a sí
mismo creyendo que ha triunfado y que ha progresado, o retomar el rumbo de
aquellos gigantes que, durante más de veinte siglos, desarrollaron una
filosofía que continúa hoy con vigencia innegable a pesar de que muchos enanos
insistan en negarlo.
Francisco Vázquez Gómez Bisogno.
[1] Para efectos del presente análisis
entenderemos por «mundo clásico» aquel
universo configurado a partir del pensamiento filosófico en la época clásica y
el Medioevo (siglo V a.C. - 1453, año en que cayó Constantinopla, capital del
Imperio Romano de Oriente); y por «Modernidad»
al pensamiento filosófico construido en la época moderna y contemporánea (siglo
XV d.C. - hasta nuestros días).
[2] Citado
por Carmona Fernández, Fernando, La
mentalidad literaria medieval. Siglos XII y XIII, Universidad de Murcia,
Servicio de Publicaciones, 2001, p. 44, http://books.google.com.mx/
[3] Reale, Miguel, Introducción al Derecho, Madrid,
Ediciones Pirámide, s.a., p. 51.
[4] El
historiador y filósofo de la ciencia estadounidense Thomas Khun, señala
que los «paradigmas» son “realizaciones científicas universalmente
reconocidas, que, durante cierto tiempo proporcionan modelos de problemas y
soluciones a una comunidad científica [es decir] el paradigma es aquello que comparten los miembros de una comunidad
científica en particular.” (Véase Kuhn,
Thomas S., La estructura de las
revoluciones científicas, Breviarios del Fondo de Cultura Económica, 2006.
[5] Reale, Miguel, Introducción al Derecho,
op. cit., p. 51.
[6] Cfr. Innerarity,
Daniel, Dialéctica de la Modernidad, Madrid,
Ediciones Rialp, 1990, p. 15.
[7] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, trad. de Manuel Martínez
Neira, Madrid, Trota, 2003, p. 17
[8] El Estagirita señalaba que “…si las
personas no son iguales, no tendrán cosas iguales…” (Véase: Aristóteles, Ética Nicomaquea, 17ª ed., trad. de Antonio Gómez Robledo, México,
Porrúa, 1998, colección “Sepan cuantos…”, p. 61.)
[9] Diccionario de la Lengua Española,
Vigésima segunda edición, Real Academia Española, http://buscon.rae.es/draeI/
[10] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, op. cit, p. 27
[11] Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, op. cit., pp. 15-17.
[12] Ibídem,
pp. 13-20.
[13] cfr. Vigo, Rodolfo Luis,
“Neoconstitucionalismo y realismo jurídico clásico como teorías
no-positivistas”, (en prensa).
[14] Maquiavelo, Nicolás, El príncipe, Valladolid, Ed. Maxtor, 2008, p. 150.
[15] Ibídem,
pp. 139 y 143.
[16] Ibídem,
p. 149.
[17] Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, op. cit., p. 77.
[18] Ia. IIae, q. 95, a. 2, c.
[19] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, op. cit, pp. 36 y 37.
[20] Obras, Edición Erlangen, v. 16, pp. 142-8
[21] Lutero, Martín, De servo arbitrio, cap. VII, http://www.escriturayverdad.cl
[22] Ídem.
[23] Ibídem,
cap. VI.
[24] Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, op. cit., p. 25.
[25] Ibídem,
p. 26.
[26] Ibídem,
pp. 25 a 27.
[27] Ibídem,
p. 24.
[28] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, op. cit, p. 49.
[29] Íbidem,
p. 50.
[30] Hobbes, Thomas, Leviatán, 2ª ed., trad. de Manuel Sánchez Sarto,
México, FCE, 1980, p. 106.
[31] Íbidem, pp.137 y 141.
[32] Íbidem, p. 141.
[33] El estagirita señalaba que: ““…la mejor manera de ver las cosas, en esta
materia al igual que en otras, es verlas en su desarrollo natural y desde su
principio (…) el hombre es por naturaleza un animal político (…) el por qué sea
el hombre un animal político, más aún que las abejas y todo otro animal
gregario, es evidente. La naturaleza -según
hemos dicho- no
hace nada en vano; ahora bien, el hombre es entre los animales el único que
tiene palabra (…) la palabra está para hacer patente lo provechoso y lo nocivo,
lo mismo que lo justo y lo injusto; y lo propio del hombre con respecto de los
demás animales es que él solo tiene la percepción de lo bueno y de lo malo, de
lo justo y de lo injusto…” (Véase Aristóteles, La Política, op. cit., p. 158).
[34] Hobbes, Thomas, Leviatán, cap. XXVI,
p. 217.
[35] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, op. cit, p. 16.
[36] Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, Londres, s.e., 1832, pp. 28-29.
[37] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, op. cit., p. 17.
[38] El filósofo francés señaló: “Cuando digo que el objeto de las leyes
siempre es general, quiero decir que la ley considera a los súbditos como un
cuerpo y a las acciones en abstracto; nunca a un hombre como individuo ni a una
acción en particular (…) Aceptado esto, es fácil de ver que ya no hay necesidad
de preguntar a quien corresponde hacer las leyes en atención a que éstas son
actos de la voluntad general; ni si el príncipe es superior a ellas, sabiendo
que es miembro del Estado; ni si la ley puede ser injusta, puesto que nadie es
injusto consigo mismo; ni como uno puede ser libre y sometido a las leyes, puesto
que éstas no son más que los registros de nuestra voluntad.” (Véase Rousseau, Jean-Jacques, El
contrato social, op. cit., cap.
VI)
[39] Descartes, René, Discurso del método, cap. IV, http://www.weblioteca.com.ar
[40] Ibídem,
cap. II y IV.
[41] Ibídem,
cap. II.
[42] Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, op. cit., pp. 18-19.
[43] Ibídem,
pp. 21-22.
[44] Ibídem,
p. 20.
[45] Ratzinger, Joseph, La sal de la tierra: cristianismo e Iglesia Católica ante el nuevo
milenio: una conversación con Peter Seewald, 5ª ed., trad. de Carla Arregui
Núñez, España, Palabra, 2005, p. 28.
[46] Radbruch,
Gustav, Introducción a la Filosofía del
Derecho, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE, 1951, pp.178-180,
http://books.google.com.mx/
[47] Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, op. cit., p. 147.
[48] Ibídem,
p. 146.
[49] Grossi, Paolo, Mitología jurídica de la modernidad, op. cit., p. 22.
[50] Esta problemática ha venido haciéndose
patente, una y otra vez, al punto de que no habría más que apelar a la reciente
crisis financiera global, la cual -afirma Joseph Ratzinger- “ha mostrado claramente la inadecuación de
soluciones pragmáticas y a corto plazo relativas a complejos problemas sociales
y éticos. Es opinión ampliamente compartida que la falta de una base ética
sólida en la actividad económica ha contribuido a agravar las dificultades que
ahora están padeciendo millones de personas en todo el mundo. Ya que toda
decisión económica tiene consecuencias de carácter moral, igualmente en el
campo político, la dimensión ética de la política tiene consecuencias de tal
alcance que ningún gobierno puede permitirse ignorar.” (Véase: Benedicto XVI, Discurso en
Westminster Hall-City of Westminster, Viaje apostólico al Reino Unido, 17 de
septiembre de 2010, http://www.vatican.va/).
[51] Ratzinger, Joseph, La última conferencia de Ratzinger: Europa en la crisis de las
culturas, 1 de abril de 2005, Pronunciada en el monasterio de Santa
Escolástica en Subiaco al recibir el premio «San
Benito por la promoción de la vida y de la familia en Europa».
[52] Innerarity, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, op. cit., pp. 33-34.
[53] Ratzinger, Joseph, Verdad, Valores, Poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, 4ª
ed., trad. de José Luis del Barco, Madrid, Ediciones Rialp, 2005, p. 88
[54] Lucas Lucas, Ramón, Horizonte vertical. Sentido y significado de la persona humana, 2ª
reimpresión, Madrid, BAC, 2010, p. 195.
[55] Ratzinger, Joseph, Fe, verdad y tolerancia: el cristianismo y las religiones del mundo, trad.
de Ruiz Garrido, Salamanca, Ediciones Sígueme, 2005, p. 105.